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El nervio óptico, de María Gainza
Entre el arte y la historia, entre la verdad y la mentira: la ficción.
11 de abril de 2021. Matías Helbig
Qué: El nervio óptico Autora: María Gainza Editorial: Anagrama Año: 2017 Páginas: 158 Precio: 16,90 €
“Mal administrada, la historia del arte puede ser tan letal como la estricnina”, escribe María Gainza en el décimo capítulo –Ser RAPPER- de su primera novela, El nervio óptico. Oraciones como esas hacen precisa y potente la prosa de la autora. Una suerte del martilleo norteamericano de Ernest Hemingway o Truman Capote, escritores que oscilaban entre la literatura y el periodismo. Con El Nervio óptico, la escritora argentina inaugura su trayectoria sobre ese péndulo bipolar.
Licenciada en Historia del Arte y formada como periodista en The New York Times, ArtNews, Artforum y el suplemento Radar de Página/ 12, los capítulos que constituyen su libro trazan caminos que conectan la historia del arte con su propia biografía, o al menos con la de una narradora que caricaturiza a la autora y que, a la vez, propone una guía lateral, asequible ―y no por eso reduccionista―, de la escena artística, desde El Greco, a finales del renacimiento, hasta Mark Rothko en pleno expresionismo abstracto.
La novela de Gainza, que bien podría ser interpretada como una antología de relatos breves, está teñida por una proposición lúdica que va de lo personal a lo universal (el arte) simultáneamente: “…en la distancia que va de algo que te parece lindo a algo que te cautiva se juega todo en el arte”, afirma la narradora frente a una pintura de Alfred de Dreux que cuelga en el gran comedor del Museo de Arte Decorativo de Buenos Aires, “las variables que modifican esa percepción puede y suelen ser las más nimias”.
Esa operación es, exactamente, la que define cada uno de estos once capítulos. A partir de detalles íntimos sobre la vida privada de pintores tan dispares como Gustave Courbet, Cándido López y Tsuguharu Foujita, entre otros tantos, una porteña de familia aristocrática establece paralelismos entre las obras que la cautivan, sus vivencias personales y el mundillo en el que se gana la vida, tan parecido a su lugar de procedencia: “Santiago huía de su círculo cerrado de clase alta para entrar en otro igual de endogámico y devorador, el del arte”.
Lejos de establecer una relación entre la literatura de Fogwill y la de María Gainza, es atinado citar un comentario que hizo el periodista Patricio Zunini con respecto al grandísimo escritor argentino: “Voy a decir una guarrada, pero… Fogwill te entretiene”. Gainza entretiene. No en el sentido peyorativo de la palabra. Todo lo contrario, la autora traduce el lenguaje hermético y exclusivo de las élites intelectuales que conceptualizan la historia y la teoría de las bellas artes y lo pone al alcance del lector, de cualquier lector.
De pintura en pintura, la narradora salta de un museo a otro ― todos ellos ubicados en Buenos Aires y de acceso público y gratuito ― y produce, así, una suerte de recorrido accesible al acervo cultural de la ciudad argentina. En ese gesto, El nervio óptico asume el rigor periodístico, y se transforma en un género que podríamos llamar, burdamente, ficción de divulgación científica. En ese sentido, la novela invita a profundizar, da apertura a una esfera que, para muchos, suele ser impenetrable por su complejidad.
En los cruces que propone la novela entre las biografías del arte y la de la protagonista ― entre lo que los cuadros de estos representaban y lo que representan los vínculos de ella ―, hay un juego en la primera persona que narra, una suerte de desdoblamiento. La voz de la mujer pensante que relata su vida, casi neurótica, toma distancia.
Como quien ya no dice que las estrellas titilan, sino que comprende que es un efecto atmosférico, Gainza permite a la narradora poner las manos sobre el tablero y hablarse a sí misma, conocerse. Y, así, mejor aún la conocemos nosotros: “Hacerte la manicura es la fórmula más barata que encontraste para no dejarte arrastrar hacia las sombras”. Es una conciencia que hace de mediadora. Es la escritora explicándole quién es a su personaje. Es la operación narrativa que hacemos todos con nosotros mismos para decirnos la ‹‹verdad››.
Los diálogos que reconstruye Gainza entre Rothko y su mujer en el Four Seasons de Nueva York; las conversaciones de un jovencísimo Henri de Toulouse-Lautrec con su padre, en Albi; o la sobremesa en el palacio de los Errázuriz, sobre la Avenida del Libertador; todos ellos parecen falsear la Historia, llenarla de mentiras, para la continuidad de un relato.
Pero como escribió Juan José Saer en El concepto de ficción: “Al dar un salto a lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha”. Me atrevo a decir que así funciona El nervio óptico.
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