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Cómo suenan las palabras

La forma del texto, el sonido de las palabras y el significante.

07 de octubre de 2024. Paloma Serrano Molinero

Qué: Cómo suenan las palabras. Forma, sonido, significante. Autora: Paloma Serrano Molinero

 

«El diablo liebre/ fiebre /notiebre / sepilitiebre,
y su comitiva/ chiva/ estiva/ silipitriva,
cala/ empala/ desala/ traspala/ apuñala
con su lavativa».

̶  Rafael Alberti, El diablo liebre

 

 

¿Qué diablos (o liebres) se le metieron a Alberti en la cabeza para escribir eso? ¿Y cómo se las ingenió Quevedo para ofender a Góngora sin pronunciar un solo insulto? Serán misterios del lenguaje que descubriremos en adelante. ¿Alguna vez ha leído usted un poema que no acaba de comprender y, sin embargo, le ha emocionado? Lo mismo nos puede ocurrir con una canción en lengua extranjera. Tal vez no entendemos lo que dice y, aun así, nos conmueve. ¿No les ha pasado nunca?

He escuchado alguna vez a José Lázaro (José Lázaro es Profesor de Humanidades Médicas en el Departamento de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Madrid. Colabora sobre temas culturales en El País, Deliberar, Letras Libres, entre otros; es escritor y, actualmente, editor en Editorial Triacastela) decir que para contar hay que encontrar un equilibrio; un punto intermedio entre lo literal y lo literario. A este respecto toma importancia el segundo plano de la literatura, pues ambos son interdependientes. Anteriormente comentábamos el primer plano: el fondo, el sentido y el significado; ahora me refiero a la forma del texto, al sonido de las palabras y al significante. Es la imagen acústica del lenguaje, la traducción fónica de un concepto. Con permiso de ustedes, me dispongo a mostrar con ejemplos que la lengua es sorprendente y que el significante, en concreto, puede ser muy divertido. Como poco, algo emocionante.

En la película El club de los poetas muertos, la clase de literatura del profesor Keating (Robin Williams) comienza con la lectura de un libro de texto sobre la poesía. Se trata del libro Entender la poesía, del doctor en filosofía J. Evans Pritchard. El profesor Keating pide a un alumno que lea el comienzo en voz alta; dice así:

«Para entender a fondo la poesía debemos antes familiarizarnos con su métrica, rima y figuras retóricas. (…) ¿Con cuánto talento se ha conseguido el objetivo del poema?, ¿Qué importancia tiene dicho objetivo? La pregunta uno mide la perfección del poema, la pregunta dos, su importancia (…). Si la medida de perfección del poema se coloca en la horizontal de una gráfica, y su importancia se marca en la vertical, entonces, calculando el área total del poema, tendremos la medida de su grandeza».

Excremento. Es lo que piensa Keating acerca del texto del doctor Pritchard y, a continuación, insta a todos los alumnos a arrancar esa primera página del libro de poemas. Menos mal.

Ciertamente, la forma es esencial en la escritura. Es el tablero sobre el que colocamos las fichas del Scrabble. La forma clasifica un texto. ¿Es prosa? Será cuento, ensayo, entrevista. ¿Es verso? En ese caso, ¿qué tipo de poema? La métrica, el orden de las estrofas, nos indican si leemos un poema tetrasílabo o un alejandrino, si estamos ante un pareado, una copla o un romance. La relevancia de la forma puede apreciarse claramente en los sonetos. No pueden denominarse sonetos si no constan de catorce versos de endecasílabos estructurados en dos cuartetos y dos tercetos. Sencillamente. A estos poemas, además, se les suma la importancia del sonido, dada la necesidad innegociable de las rimas en esta forma de poesía.

El profesor Keating tiene razón. No hay manera de valorar la grandeza de un poema, porque la poesía no es objetiva. La poesía no es estanca, está viva y evoluciona también. Hacia el verso libre, por ejemplo, y muta con otros géneros como la prosa poética. ¿Qué es poesía, entonces? Por más teoría que rebusquemos, de pronto tenemos el feliz encuentro con algún Bécquer: «Poesía eres tú». Y nos vence.

 

«(…)El lenguaje es un medio, como siempre, pero este medio es más que medio, es como mínimo tres cuartos».

̶  Julio Cortázar, Un tal Lucas

 

La lengua se compone de ciertas reglas para que ésta pueda cumplir con su función, que es la comunicativa, la de dar a entender un mensaje. Sin embargo, el propio lenguaje a menudo no atiende a esas directrices: los sustantivos y sus adjetivos, los verbos y sus adverbios viven en anarquía. La forma, la podemos incluso inventar:

«¡Inventé el color de las vocales! - A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde. - Establecí la forma y el movimiento de cada consonante (…)».

̶  Arthur Rimbaud, Alquimia del verbo

 

He mencionado, brevemente, el sonido en cuanto a su necesidad para las rimas. Pero el sonido es siempre compañero de la palabra. Contornea su alma. El sonido es tan importante que resulta fundamental, incluso, su inexistencia. «El silencio no está vacío nunca», decía Eduardo Galeano. Rimbaud, por su parte, aseguraba que «escribía silencios». Para Jean-Paul Sartre «cada palabra tiene consecuencias». ¿Qué creen ustedes? Yo lo veo claro y estoy de acuerdo con su afirmación: «Cada silencio también».

Como en la literatura las variables son inagotables, hay ocasiones en las que el sonido se cancela. Es lo que ocurre con las traducciones. ¿No sería fenomenal aprender todas las lenguas del mundo, aunque solo fuera por leer poesía siempre en su versión original? La traducción multiplica las palabras del poeta por cada versión a la que se somete. Rilke en español, pues, contiene la idiosincrasia y la expresión lingüística de su traductor. En estos casos flagrantes es cuando comprendemos la importancia de ambos planos. Cuando el sonido se apaga, el sentido perdura. Y por eso, traducido, Rilke sigue siendo Rilke:

«Si eres el soñador, yo soy tu sueño.
Y si despiertas, yo soy tu deseo».

̶  Rainer Maria Rilke, Versos de un joven poeta

 

¿Pero qué hay del significante que les había prometido? El significante complementa el saber de las palabras con el sentir. Puede llegar a ser más relevante que el propio significado, pues el significante nos da el contexto para que rellenemos el vacío entre nuestro desconocimiento y el entendimiento. Así, podemos llegar a comprender una palabra desconocida o hasta inventada. ¿Majaderías?

Tomemos, por ejemplo, un extracto de Rayuela: «Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes». Ante una primera lectura podemos cruzar los ojos, bizquear ante los términos que acabamos de leer, con forma de palabras pero sin sentido. Pero si seguimos leyendo nos damos cuenta de eso mismo: ¡de que podemos seguir leyendo! «Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso», continúa. Aunque en primera instancia no entendamos qué nos dice el texto, mantiene la misma morfología y sintaxis que el castellano. Intercala palabras conocidas con vocablos inventados, pero todos están colocados adecuadamente como verbos o sustantivos y las frases estás puntuadas correctamente. Craquelados ya los moldes de nuestra mente, rompemos con la inflexibilidad acostumbrada y cómoda de lo establecido. En una segunda lectura, reconocemos el juego de dos personas. ¿Quizás amantes? Sí, comprendemos. El párrafo cifrado parece evocar una escena erótica:

«Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las anillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia».

̶  Julio Cortázar, Rayuela

 

La releemos y, sí, nos queda claro. Este fragmento del capítulo 68 de Rayuela está escrito en un lenguaje inventado por Cortázar llamado glíglico. No necesitamos saber con exactitud qué es el nóvalo, no precisamos ya de una definición de redumplimir. Entendemos el significado de la palabra a través de su significante.

¡Asombroso! El propio sonido evoca el sentido de las palabras. Así puede ser divertidísimo leer jintanjáforas; tratar de descifrarlas en su contexto y a partir de su fonética. Y lo que pudiera interpretarse como una tontería, se revela como un ejercicio de suma habilidad e inteligencia. Pero no lo ha hecho sólo Cortázar. Lope de Vega escribió estos versos a partir de jitanjáforas:

« Piraguamonte, piragua,
piragua, jevizarizagua.
Bío, Bío,
mi tambo le tengo en el río».

̶  Félix Lope de Vega, Piraguamonte, piragua

 

Francisco de Quevedo, por ejemplo, plagó un soneto de jintajáforas. En este caso del soneto confluyen todos los elementos del segundo plano: la forma (soneto), el sonido (de los vocablos inventados) y el significante (la designación, la traducción fónica del concepto). Quevedo escribió este para burlarse de Góngora con gran destreza y elegancia —en otras ocasiones lo hizo sin ningún disimulo—:

¿Qué captas, nocturnal, en tus canciones,
Góngora bobo, con crepusculallas,
si cuando anhelas más garcibolallas
las reptilizas más y subterpones?

Microcosmote Dios de inquiridiones,
y quieres te investiguen por medallas
como priscos, estigmas o antiguallas,
por desitinerar vates tirones.

Tu forasteridad es tan eximia,
que te ha de retractar el que te rumia,
pues ructas viscerable cacoquimia,

farmacofolorando como numia,
si estomacabundancia das tan nimia,
metamorfoseando el arcadumia.

̶  Soneto, Francisco de Quevedo

 

Existen muchos ejemplos similares en literatura. Uno de los más conocidos en lengua inglesa es el poema Jabberwocky de Lewis Carroll.

«'Twas brillig, and the slithytoves
Did gyre and gimble in the wabe;
All mimsy were the borogoves,
And the mome raths outgrabe

̶  Lewis Carroll, Alicia a través del espejo

 

Son versos tan célebres en la literatura inglesa, que el propio término inventado jabberwocky se emplea para referirse al lenguaje sin sentido.

Hemos comprobado que el papel lo aguanta todo y que un poema —u otro texto— puede encerrar cualquier cosa. Cada verso inaugura una realidad a través de la infinidad creativa del alfabeto. Ahora conscientemente podemos interpretar mensajes sin sentido, sabemos por qué nos emociona un poema incomprensible, y cómo puede conmovernos una canción que no entendemos. Es el poder del lenguaje que, al final, siempre cumple su función.

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