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Lo que significan las palabras

En el alfabeto están las infinitas oportunidades de la vida.

09 de enero de 2024. Paloma Serrano Molinero

Qué: En el alfabeto están las infinitas oportunidades de la vida Autora: Paloma Serrano Molinero

El significado de las palabrasDentro del abecedario están todas las posibles combinaciones de creación. Durante la segunda mitad del siglo VIII a.C. comenzó a despuntar una revolución que, desde entonces, ha transformado la memoria, el lenguaje, el acto creador y hasta nuestra propia manera de organizar el pensamiento. (El infinito en un junco, Irene Vallejo). Con el alfabeto, todo cambió. Y eso que antes, ya existía la escritura. Los jeroglíficos egipcios, la escritura cuneiforme de Mesopotamia, los glifos de los Mayas, por ejemplo, son ejemplos de escritura prealfabética y consecuencia directa de una necesidad inherente a la humanidad: comunicarse y dejar constancia de su contribución en la historia.

Hace muchos siglos que el lenguaje ya no se limita al ámbito oral y corporal; con el alfabeto conseguimos inmovilizar el texto. Salvarlo. Incluso cuando un texto se pierde o es destruido, sigue siendo algo que una vez se escribió. Tal es el caso de las tablillas de arcilla destrozadas y los malogrados pergaminos de Alejandría. No conoceremos jamás sus entrañas, mas son magníficos y admirados por haber existido una vez. Aun cuando no se preservan, las palabras no se olvidan. Quizá no se recuerden textualmente, pero sí su esencia y reconocemos, al menos, la importancia de su existencia pasada.

Las letras contienen todo lo que sabemos, todo el conocimiento acumulado en el tiempo por todos los hombres. Por ello han sido catastróficas y gravísimas las repetidas destrucciones de bibliotecas y libros a lo largo de la historia: el incendio y los posteriores ataques que sufrió la biblioteca de Alejandría, el desvanecimiento de la de Pérgamo, los archivos arrasados de Serapeo, de Hipatia y tantos otros, o la quema de innumerables títulos en la toma de Constantinopla. Más recientemente, las piras de palabras libres en la Bebelplatz de Berlín en 1933 o en 2003 el incendio de la biblioteca de Bagdad. Millones de datos, observaciones, reflexiones, pensamientos, filosofías y descubrimientos dejaron de ser.

El abecedario es infinito. Las alternativas del alfabeto son tan vastas y sus oportunidades tan abrumadoras que, en ocasiones, el escritor se topa con una afasia trasladada al mundo de la tinta y el papel. Contempla atolondrado, paralizado, cómo la semántica se resbala de los términos. Torpemente trata de acorralar a las palabras con nombres que no las mencionan si no quieren; se resisten, porque las palabras son más libres que nosotros. El papel lo aguanta todo y un verso puede encerrar cualquier cosa: desde las emociones más nobles a los sentimientos más mezquinos, desde el hecho más trascendental al más nimio detalle. La inmensidad del alma humana: ahí está, grabada en estrofas. Cada verso original inaugura y desvela una nueva realidad.

Una realidad —todas las realidades— las conocemos a través del lenguaje (con las transfiguraciones, las distorsiones y los matices que fuerzan los propios límites de la lengua). A ustedes y a mí, a todos nos pasa. Aquello que ocurre y existe pero no atinamos a nombrar y definir, lo percibimos de forma inconsistente. Lo intuimos, sabemos que algo hay pero, al no saberlo expresar con palabras, se nos escapa cual pensamiento en la punta de la lengua, como un sueño que se desvanece al despertar. Así como dice la lúcida reflexión de Cortázar:

“(…) lo indecible buscando su palabra, la palabra negándose a decirlo”

— Julio Cortázar, Un tal Lucas

Nos cerca un sentimiento indefinido; no somos conscientes de cómo nos sentimos de verdad hasta que lo identificamos certeramente y le asignamos a la emoción una palabra. Entonces, de un momento a otro, cae la venda y somos plenamente conscientes de nuestras sensaciones. «Sí, eso era. ¡Eso es!», respiramos aliviados. Desempolvamos esta lección, también de Cortázar:

«Un escritor juega con las palabras pero juega en serio; juega en la medida en que tiene a su disposición las posibilidades interminables e infinitas de un idioma y le es dado estructurar, elegir, seleccionar y rechazar y finalmente combinar elementos idiomáticos para lo que quiere expresar».

̶  Julio Cortázar, a sus alumnos en University of California

El fenómeno de la poesía es así. Espera paciente, observa las ideas, los sentidos y los términos revolotear. Entonces, cuando se distraen en vuelo, el escritor los atrapa, los combina y los coloca en un orden que nos revela, de pronto y con pasmosa claridad, eso que no acertábamos a descifrar. «Así es exactamente cómo me siento» o «Esto es precisamente lo que yo quería decir y no sabía cómo expresarlo». Lo agradecemos, besamos lo escrito. Y entonces desaparece el autor en favor del verso:

“(…) ya no hay poeta, no hay hacedor, él es la boca donde la poesía se hace beso”.

—    Julio Cortázar, Poesía y poética

Se oculta el poeta tras sus palabras. Y nosotros, lectores, satisfechos ya, maravillados por el descubrimiento descuidamos el verso en sí. ¿No es cierto? Pero la frase exacta que ha plasmado una realidad ya ha sido escrita.

Escribir es desenmarañar, desde nuestro interior, el enredo profundo de nuestras sensaciones, recuerdos, traumas, alegrías, proyecciones. Las ideas van brotando, como arrebatadas, y juntamos las letras, amasamos el lenguaje. Y así, poco a poco, vamos nombrando una realidad. La nuestra. Pero es un proceso complejo. Como lectores no nos percatamos de lo difícil que es redactar sencillo. Sin embargo, cuando escribimos nos perdemos en los recovecos del lenguaje. Rebuscamos sustantivos exactos, descartamos adjetivos de tallas mayores, seleccionamos el verbo más adecuado y atosigamos al adverbio preciso. Nos ofuscamos en la tarea hasta que, de pronto, ¡zas! Una palabra nos da el alto y nos recoge, nos envuelve, nos salva del extravío.

«(…) Súbitamente, el escritor dio media vuelta. Fue a la casa, subió corriendo a su cuarto a sustituir una palabra por otra. De repente la casa entera (…) resultaba cálida y hogareña gracias a una palabra nueva».

—    Peter Handke, La tarde de un escritor

Al fin nos sentimos satisfechos, entusiasmados con el nuevo orden de las cosas y todo el escenario devastado se recoloca en armonía. Encontramos la dirección y, palabra a palabra, como loseta a piedra, creamos el camino por el que proseguir. «Cada palabra no pronunciada pero hecha escritura traía las demás, y él respiraba sintiéndose de nuevo unido al mundo», confiesa Handke. Y así, el texto crece. A veces más allá de lo previsto. Llega al encuentro de los perdidos y acorta distancias. Las palabras nos unen al mundo.

No es nada nuevo. Vamos recogiendo, aprendiendo y ensayando nuevas formas de expresarlo. Pero se sabía, por ejemplo, desde los inicios de la cristiandad.

«En el principio era el Verbo».

—  Juan 1:1, La Biblia

Y mucho antes también. Todo recae en la palabra. Los mitos fundacionales de toda civilización nacen, se extienden y se perpetúan a través de la palabra. Las creencias colectivas de las deidades, sus favores y la ira de estos sobre los hombres y la Tierra, la veneración de los ídolos pasados; todo se ha creído, se ha admitido como verdad porque ha sido pensado y después contado. Las culturas viven de las historias. Las más recientes mediante la difusión del evangelio y las doctrinas de los otros libros sagrados. La realidad que trasmiten, las ideas y los conceptos que fabrica la mismísima «alucinación de las palabras» (A. Rimbaud, La alquimia del verbo), convierten en creíble lo increíble. Y vivimos hoy, todos, en torno a esas palabras antiguas. Seamos creyentes o ateos, cualquiera de estas opciones —o nuestra posición intermedia entre ambas— nos identifica a cada uno en relación al Verbo. Porque hasta que no se descubrió el Big Bang, o hasta que no se explicó la teoría de la evolución, estas alternativas de la realidad no existían (aunque hubiesen ocurrido, si bien fuesen verdad) porque no habían sido nombradas.

Como decía al principio, dentro del alfabeto están todas las posibles combinaciones de la creación. Y nos podemos referir ahora a la creación del universo o a la creación literaria. En concreto, a uno de los dos planos de la literatura. Al plano del fondo de la historia, del sentido de lo que decimos, del significado de las palabras.

Al nombrar creamos. La propia palabra poesía proviene del griego poíesis, que significa «hacer», «materializar». Al nombrar damos vida, sí. Y así lo cuenta, de nuevo, Cortázar de forma brillante:

«Ahora escribo pájaros.
No los veo venir, no los elijo,
de golpe están ahí, son esto,
una bandada de palabras
posándose
una
a
una
en los alambres de la página,
chirriando, picoteando, lluvia de alas
y yo sin pan que darles, solamente
dejándolos venir. Tal vez
sea eso un árbol

o tal vez
el amor».

— Julio Cortázar, Salvo el crepúsculo

Al nombrar damos vida: «Ahora escribo pájaros». Y de golpe, existen. Ahí, delante de nosotros donde antes no había nada. Fíjense qué fácil, qué lindo, qué maravilloso. Entre usted y yo, hagamos un experimento: Ahora escribo Cortázar. Y aquí está: de repente a mi lado, que lo escribo. Escribo Cortázar; y ahí está ahora, junto a usted que lo lee.

Las palabras son todo. Estas destilan intensidad (de forma intencionada). El fondo de estas palabras, aquí recopiladas en el tiempo y el espacio de la narración, me permite contarles todo esto. Su ingeniería fija un ritmo pausado que nos permite asimilar el sentido de lo escrito; razonamos, entendemos la lectura. Palabras. Incluso en su ausencia importan. Dan significado a todas las cosas. Y ese es el poder del Verbo.

“(…) no se conocen límites a la imaginación como no sean los del verbo,(…)

—    Julio Cortázar, Un tal Lucas

 

¿Podría ser una religión la semántica? Es nuestra prerrogativa —dentro de los límites del lenguaje— imaginarlo.

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