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Kallocaína

02 de abril de 2012. Sr. Molina

Kallocaína se inscribe en la ilustre tradición de las novelas antiutópicas que tuvo su apogeo en los años centrales del siglo XX y que tiene a 1984, de Orwell, como referente inexcusable. La sueca Karin Boye también imagina un mundo deshumanizado y sometido al férreo control de un Estado omnipotente y ubicuo que controla hasta el último movimiento de cualquiera de sus ciudadanos; al igual que en otros libros similares, la sumisión de los hombres a ese organismo que todo lo puede es total, hasta el punto de que cualquier elemento de sus vidas, desde la concepción hasta el tiempo de ocio, está sometido a sus designios. Escrita en 1940, la novela es un claro eco de los regímenes nacional-socialistas que entonces desencadenaron la Segunda Guerra Mundial y que la autora vivió de primera mano.

La principal diferencia de Kallocaína con otros textos de similares características es la personalidad de su protagonista, Leo Kall; al contrario de lo que suele suceder, Kall no se encuentra insatisfecho por la vida que le proporciona el Estado al que pertenece, sino que trabaja como científico para él con ardor y eficacia. Las reservas del personaje vienen provocadas por las actuaciones de los demás, especialmente por su inmediato superior, Rissen, que parece actuar con un desenfado desconcertante, y por su mujer, Linda, de la que sospecha una infidelidad con el propio Rissen. El protagonista desarrolla en el laboratorio en el que trabaja un suero que, al inyectarse, consigue que el paciente revele sus más íntimos secretos; su invención atrae el interés de los cuerpos de seguridad y pronto la apacible vida de Leo se ve trastornada por la deriva que la sustancia de su creación conlleva.

El acierto de Karin Boye, y el principal interés de la novela, estriba en ese convencimiento del protagonista de la necesidad de un Estado que actúe como vigilante y controlador de los humanos que lo integren. Frente al protagonista que se opone al Gran Hermano que le vigila, Leo Kall es un militante satisfecho: un colaborador leal que, pese a algunos recelos imposibles de eliminar de su personalidad, considera la situación como la mejor posible. Así, cuando la kallocaína que desarrolla le permite “acceder” a las mentes de los sujetos, su convencimiento de que ese suero redundará en beneficio de todos —puesto que será útil al Estado— es absoluto.

Por supuesto, el desarrollo de la novela introducirá cambios que harán que Leo vea las cosas de una forma algo diferente (no revelaré más para no estropear la posible lectura); sin embargo, mientras que en otros textos de similares hechuras se produce una búsqueda de libertad por parte de los protagonistas causada por la asfixiante situación a la que se ven sometidos, en Kallocaína la sutil alteración del pensamiento de Kall se debe más bien a circunstancias externas: no es su insatisfacción lo que le lleva al cambio, sino el hecho de ser testigo de ciertos acontecimientos.

A pesar del interesante desarrollo de la novela, lo cierto es que el ritmo se resiente un tanto ante la impericia de Boye para manejar algunas situaciones, sobre todo las que implican más tensión emocional; de hecho, la parte final, que por muy diversos motivos constituye un clímax in crescendo en toda regla, es quizá la más ardua debido a ese defecto. Con todo y con eso, Kallocaína ofrece al lector un panorama muy lúcido del Estado-controlador y tiene el honor de haber sido escrita años antes de las grandes novelas antiutópicas que se consideran exponentes. El libro de Karin Boye es menos turbio que otros, pero su construcción del protagonista, magistral en prácticamente todos los aspectos, hace de él una obra a tener en cuenta.

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