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El principio de Fahrenheit 451

Recordando a Ray Bradbury, nacido en 1920.

31 de enero de 2024. Estandarte.com

Qué: El principio de Fahrenheit 451

Fahrenheit 451, de Ray BradburyNo fue Ray Bradbury (Waukegan, Illinois, 1920-Los Ángeles, 2012) un autor de ciencia ficción, aunque así esté catalogado como tal. Él mismo comentó que, en su opinión, la única obra encuadrada en este género fue Fahrenheit 451,una historia que pone de manifiesto su temor ante un mundo en el que peor que la desaparición de los libros, era la total ausencia de lectores; sin ellos, afirmaba, la sociedad se encontraría inerme ante el poder, no tendría argumentos ni pensamiento propio.

En esta genial novela, trasladada al cine por François Truffaut en 1966, los bomberos son los incendiarios. No apagan, queman sin piedad, y solo uno de ellos, cansado, decide terminar esta persecución uniéndose a quienes memorizan historias para que no se pierda todo la riqueza y enseñanza que contienen. Durante la lectura es fácil percibir (y compartir) su alarma por el mal uso de las tecnologías, su temor ante el poder de las pantallas sobre el pensamiento, su denuncia ante la desidia y el conformismo de quien no ve ni recibe otra cosa que directrices exteriores; él rinde amor al hombre, a lo espiritual, la belleza, la naturaleza.

De carácter conservador, muy activo y de formación autodidacta, Bradbury se movió entre las letras con gran soltura, tocando la novela, el ensayo, la poesía y las adaptaciones y guiones para series televisivas y películas (colaboró con John Huston en la adaptación de Moby Dick). Si bien Fahrenheit 451 tuvo un papel estelar, son de destacar otras dos obras de gran impacto: El vino del estío, una historia del género fantástico, donde mezcla realidad y ficción al narrar el sorprendente verano de Douglas Spaulding, un niño capaz de observar la vida con enorme precisión; y las Crónicas marcianas que relata, con espíritu crítico, y melancólico la llegada y conquista de Marte, trasladando a ese planeta los problemas de la humanidad: guerra, racismo, destrucción de la naturaleza. Y Junto a ellas no quedan atrás, entre su enorme producción, El hombre ilustrado, La feria de las tinieblas, La feria de las brujas, El verano de la despedida o Las doradas manzanas al sol. Su espíritu y afán poético está en todas ellas.

Y ahora, abrimos Fahrenheit 451, y nos enfrentamos al inicio de su primer capítulo titulado “La estufa y la salamandra”

«Era un placer quemar.

Era un placer especial ver cosas devoradas, ver cosas ennegrecidas y cambiadas. Empuñando la embocadura de bronce, esgrimiendo la gran pitón que escupía un queroseno venenoso sobre el mundo, sintió que la sangre le golpeaba las sienes, y que las manos, como las de un sorprendente director que ejecuta las sinfonías del fuego y los incendios, revelaban los harapos y las ruinas carbonizadas de la historia. Con el simbólico casco numerado –451– sobre la estólida cabeza, y los ojos encendidos en una sola llama anaranjada ante el pensamiento de lo que vendría después, abrió la llave, y la casa dio un salto envuelta en un fuego devorador que incendió el cielo del atardecer y lo enrojeció, y doró, y ennegreció. Avanzó rodeado por una nube de luciérnagas. Hubiese deseado, sobre todo, como en otro tiempo, meter en el horno con ayuda de una vara una pastilla de malvavisco, mientras los libros, que aleteaban como palomas, morían en el porche y el jardín de la casa. Mientras los libros se elevaban en chispeantes torbellinos y se dispersaban en un viento oscurecido por la quemazón.

Montag sonrió con la forzada sonrisa de todos los hombres chamuscados y desafiados por las llamas.

Sabía que cuando volviese al cuartel de bomberos se guiñaría un ojo (un artista de variedades tiznado por un corcho) delante del espejo. Más tarde, en la oscuridad, a punto de dormirse, sentiría la feroz sonrisa retenida aún por los músculos faciales. Nunca se le borraba esa sonrisa, nunca –creía recordar– se le había borrado.

Colgó el casco, negro y brillante como un escarabajo, y lo lustró; colgó cuidadosamente la chaqueta incombustible; se dio una buena ducha, y luego, silbando, con las manos en los bolsillos, cruzó el primer piso y se dejó caer por el agujero. En el último instante, cuando el desastre parecía seguro, se sacó las manos de los bolsillos e interrumpió su caída aferrándose a la barra dorada. Resbaló hasta detenerse, chirriando, con los talones a un centímetro del piso de cemento. [...]»

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