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Ficcionario: ciencia ficción predecible con toques de 'porno soft' y un mensaje que aburre

La fallida novela gráfica de Horacio Altuna situada en un futuro cercano.

02 de febrero de 2024. Iván de la Torre

Qué: Ficcionario Autor: Horacio Altuna (guion y dibujo) Editorial: Norma Editorial Año: 2005 Páginas: 64 Precio: 10 €

A comienzos de la década del ochenta, Horacio Altuna decidió convertirse en un autor integral, pero tantos años trabajando junto a su (ex) amigo Carlos Trillo no le sirvieron para diferenciar un buen guion de una historia llena de lugares comunes, con personajes políticamente correctos, donde los buenos siempre son muy buenos y los malos siempre son muy malos.

Sobran las incongruencias porque, fiel a su pasión por dibujar esculturales mujeres desnudas, incluso en los escenarios más degradados por la miseria aparecen diosas que parecen sacadas directamente de las páginas de Playboy (¿no se muere de hambre, supuestamente, la gente en Ficcionario?).

Estas incongruencias –que marcan toda la obra de Altuna como autor integral– arruinan esta fallida novela gráfica situada en un futuro cercano donde un pequeño grupo tiene todos los privilegios mientras el resto apenas sobrevive sometido a un brutal control policial.

La historia está protagonizada por Beto Benedetti (documentación temporal, inmigrante del Sur), un hombre pequeño con un gran bigote que parece una mala parodia de Carlos Trillo; lamentablemente.

Altuna se limitó a tomar los rasgos físicos de su amigo, pero no sus ideas, porque donde el guionista argentino lograba generar historias brillantes partiendo de lugares comunes, Ficcionario se limita a mostrar personajes estereotipados (policías malvados, científicos crueles, jefes explotadores y marines salvajes que disfrutan humillando a sudamericanos y prostitutas) casi tan malos e irreales como los de Perramus, la insufrible obra de su amigo Juan Sasturain.

Con sus malvados de serial televisivo, sus previsibles críticas sociales y sus mujeres desnudas, Ficcionario es una perfecta combinación de pseudo crítica social y pornografía soft, un producto que garantizaba buenas ventas en medio del destape español, cuando los lectores buscaban obras de autores “comprometidos” que les abrieran las puertas a ese “Tercer Mundo” que tanto los atraía.

Las “reflexiones” de Beto inflan la historia sin aportarle nada a la trama, solo más lugares comunes:

«¿Sabes algo? Ayer me di cuenta de algo. Mientras estaba en el centro de descarga de tensiones, pensé y me repetí para mis adentros que todos ellos eran unos hijos de puta. Me lo repetí hasta hartarme y ellos no lo supieron. Aún no se pueden meter del tono en mi cabeza. Todavía puedo pensar lo que quiero, hijos de puta».

«Estos policías siempre me dan miedo. Están para defendernos, pero, ¿quién nos defiende de ellos?»

«Ahhhh, que sueño tengo. Otro podrido día que comienza y en el que el maldito bioprogramador seleccionará mis funciones vitales más importantes tras un chequeo instantáneo. A ver qué me dice hoy: si tengo que hacer cada dormir o qué. Vaya, mi nivel de tensión erótica está a 600/2 y tengo que ir al centro de descarga erótica a que una puta programada me provoque un orgasmo. Mierda, estoy cansado de esta deshumanización. ¿Por qué no será todo más natural, como antes? Estoy podrido de tanto control. Te programan las diversiones, la estabilidad emocional, la nostalgia... ¡todo! ¡Es inhumano! ¡Hasta cuando haces el amor te han de programar!».

Ficcionario cae en todos los lugares comunes de la corrección política, abusando de un discurso vacío y repetitivo, donde, como sucede en Alack Sinner, siempre es fácil adivinar qué sucederá a continuación porque la historia funciona como una aburrida mezcla de sexo y violencia, condimentada con los previsibles ataques “a la derecha reaccionaria”.

Altuna incluso cae en el recurso melancólico y lacrimoso, tomado de Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973), sobre el anciano que, agotado por una vida sin sentido, decide suicidarse, pero lo que en el film de Charlton Heston es un momento corto y emotivo, aquí se convierte en otro extenso monólogo, dominado por la falta de matices y los golpes bajos, uno detrás del otro:

«No está mal, ¿saben? Uno firma el contrato de eutanasia libremente. Nadie te obliga. La empresa compra los órganos que tengas en condiciones y el dinero se lo dan a quien uno elija como beneficiario. Después, esos órganos ellos los venden a hospitales privados. Pero eso no vives para verlo. Lo cierto es por esos dólares que dan por lo que aún sirve de uno, ellos te dan una dulce muerte, como dicen. ¿Qué más se puede pedir? No está mal. Yo ya estoy de vuelta. Solo y con las manos vacías. Mis hijos murieron en Sudamérica, en la guerra. Mi mujer de leucemia. Fui tan tonto como para no hacerme con unos ahorros para tener mi lugarcito al sol... Ustedes saben cómo trata esta sociedad a los que son como yo: si no sirvo para consumir no sirvo para nada. Mirad: en mi vida no hice lo que tenía que hacer en su momento, es decir: vivirla, gozarla, follar, emborracharme, viajar o dar trompadas cuando correspondía, así que no nos engañemos, ahora es tarde para cualquiera de esas cosas. Ahora sé que no me darán vivienda y terminaré en el gueto de los viejos y antes de morirme de frío en un callejón y que me coman las ratas, pues me hago suicidar. Queridos Beto y May: gracias por todo, hicistéis todo lo que pudisteis, pero no nos tenemos que engañar, la vida se vive cuando debe ser vivida. Hay gente que está de vuelta sin haberse ido siquiera. Yo soy uno así. Ustedes están en el viaje de ida, yo ya vuelvo de todo o de nada. No dejen de hacer lo que corresponda, lo que deseen, cuando quieran hacerlo, sean libres, amen, y de vez en cuando peguen una bofetada a quien lo merezca, no vivan como yo. Adiós».

Resulta difícil entender como una obra tan débil, aburrida y predecible tuvo éxito en España, Francia e Italia en el momento de su aparición, pero su repercusión y los premios que ganó pueden entenderse por el complejo de culpa de un público europeo que, en ese momento (años ochenta) necesitaban comprender lo que ocurría en el “Tercer Mundo” para disfrutar más su propio presente, algo que expresó muy bien Mario Vargas Llosa tras presenciar, en un encuentro de escritores, como un colega peruano lograba la aprobación de prestigiosos autores y editores con sus exageraciones, simplificaciones, mentiras y golpes de efecto: “Alguna vez le oí decir a James Baldwin: ‘Cada vez que asisto a un congreso de escritores blancos, tengo un método para saber si mis compañeros son racistas. Consiste en proferir estupideces y sostener tesis absurdas. Si me escuchan en actitud respetuosa, y, al terminar, me abruman con aplausos, no hay la menor duda: son unos racistas de porquería’. En efecto, admitir con benevolencia en boca de un negro lo que en un blanco merecería a la misma persona una carcajada o una réplica iracunda, sólo puede resultar de un sentimiento de superioridad. ¿Acaso alguien se toma el trabajo de responder a las provocaciones de un débil mental? Me acordaba de esta anécdota cada vez que mi compatriota pedía la palabra. Lo hacía varias veces en cada sesión y el director de debates se apresuraba a concedérsela. Estábamos en una dependencia del Museo de Arte Moderno de Louisiana, en Dinamarca, en un Encuentro de escritores daneses y latinoamericanos, y los organizadores habían tenido la astucia de colocar las sillas de modo que dábamos la espalda a la playa, así que los participantes estábamos condenados, en lugar de espiar a las bellas nudistas violáceas que se zambullían en el mar de Humlebaek, a mirarnos las caras y a escuchar a los oradores. Mi compatriota hablaba en una jerga mechada de barbarismos limeños, que hacía sudar la gota gorda a las dos traductoras. A menudo denunciaba a enemigos que ni siquiera yo lograba identificar: grupos o personas de la universidad con quienes, sin duda, acababa de pelearse. Para los daneses que, estoy seguro, hubieran tenido grandes dificultades si les pedían señalar a Lima en el mapamundi, todo eso debía sonar a chino. Pero todavía más enervantes eran los latiguillos y tópicos ideológicos con que remataba las oraciones, alzando los brazos para pedir el aplauso. Además de grotesco, había algo trágico en sus intervenciones. Porque ellas lograban convertir en irrealidad las realidades más verídicas. Exageraba, deformaba, mentía o interpretaba tan parcialmente los problemas latinoamericanos, que los crímenes de Pinochet, la represión en Argentina, los robos y genocidios de Somoza o los abusos del gobierno peruano se convertían, por obra suya, como esas muchedumbres sindicales devoradoras de sus novelas, en fabulación y demagogia barata. Y sin embargo los escritores daneses estaban ahí, escuchando, anotando, aplaudiendo. Lo habían traído desde el otro lado del mundo, prefiriéndolo a muchos escritores que hubieran podido dar un testimonio más lúcido y más honesto de América Latina, porque, como me precisó uno de los organizadores, ‘era importante que participara en el encuentro un escritor proletario’. Desconocimiento, ingenuidad, me parecieron la única explicación posible, cuando aquello ocurrió. Sabían tan poco de nosotros que cualquier vivo les podía meter el dedo a la boca y, disfrazándose del hombre-pluma de los explotados, ganarse un viaje a Europa. Estaban tan llenos de buenas intenciones, tan deseosos de ayudar a ese continente de víctimas, que lo demostraban, aunque fuera soportando impávidos esas peroratas embusteras y firmando todos los telegramas que mi compatriota hacía circular al término de cada sesión. Pero, reflexionando, me siento menos condescendiente con esos escritores daneses. El novelista del proletariado peruano no estaba allí por accidente ni viveza suya. Había sido invitado con una intuición certera de que diría exactamente lo que habíamos oído. Porque era lo que ellos querían oír de los latinoamericanos del encuentro. En un relato de una escritora que admiro, Isak Dinesen, se dice, si mal no recuerdo, que las aristócratas danesas del siglo XVIII solían llevar monos importados de África a sus fiestas para saciar su sed de exotismo y porque, comparándose con esos peludos saltarines, se sentían más bellas. Cuando recuerdo lo ocurrido en ese Encuentro, a orillas del mar de Humleback, me digo que dos siglos después, los descendientes de aquellas damas practican todavía esa refinada costumbre”.

 

Comentarios en estandarte- 2

1 | Luz María Mikanos 03-02-2024 - 04:52:19 h
Buen relato de De la Torre. Un guión malo pero con algo de lo que se venía como anticipatorio, aunque el dibujo me parece muy bueno!

2 | Iván 03-02-2024 - 16:29:39 h
El dibujo es excelente, el guion horrribleeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee