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El defecto de la línea recta, Flaubert

«Quizá sea por el defecto de la línea recta».

25 de marzo de 2024. Miguel Ángel Marco

Qué: El defecto de la línea recta, Flaubert

Al final de La educación sentimental de Gustave Flaubert, Frédéric y Deslauriers, dos amigos cuarentones, resumen sus vidas. El primero, soñaba con el amor, y el segundo, con el poder. Pero fracasan en el intento, y Frédéric trata de explicar el motivo sugiriendo que: «quizá sea por el defecto de la línea recta».

De pronto, una escueta frase da lugar a todo un universo de interpretaciones. Desde la ruptura con la tradición romanesca, en cuanto a que la Educación se desliga del concepto de novela lineal, hasta una simple formula estética del escritor para referirse al infortunio de sus personajes. Una miríada de reflexiones sobrevuela en torno a este término, cuya única certeza radica en su aplicación contextual.

Por línea recta se refiere al camino socialmente aceptado, la dirección unilateral que seguir para alcanzar una meta. Semejante a la costumbre de estudiar, sacarse una carrera y obtener un empleo. Esa línea recta, respecto a Frédéric, padece un defecto, casi un serpenteo angustioso, que certifica su miseria, y que recuerda a la famosa cita de Hamlet: «el tiempo se ha dislocado». La consecuencia de haberse dejado llevar por sus pasiones calamitosas, descuidando su futuro, y atendiendo a su presente exaltado por su enamoramiento a Mme. Arnoux, una mujer mayor que él, casada, y con hijos.

Deslauriers, consciente de esa zozobra, le contesta: «Eso puede valer para ti. Yo, por el contrario, he pecado de exceso de rectitud, sin tener en cuenta mil cosas secundarias más importantes que todo. Yo he tenido demasiada lógica y tú demasiado sentimiento».

Por otro lado, haber querido respetar las reglas del juego, tampoco garantiza el éxito, y demuestra que, ambos hombres, pese a haber obrado distinto, se encuentran en una situación idéntica. Falto de ideas, y conscientes de las oportunidades perdidas, se justifican: «echando la culpa a la suerte, a las circunstancias, y a la época en que habían nacido».

El resultado de ceñirse o desligarse de la línea recta invita a pensar en el equilibrio. Si Frédéric hubiese tenido más lógica y Deslauriers más sentimiento, sus destinos serían diferentes. Tal vez, estarían felizmente desposados y con una holgada renta. Pero delegar al equilibrio las respuestas a la problemática es un asunto que, por lo menos, a Frédéric, en absoluto le preocupa.

En su caso, no hay arrepentimiento. Aun habiendo derrochado dos tercios de su herencia, y existiendo en soledad, por nada del mundo cambiaría lo que vivió. Si volviese a nacer, cometería los mismos errores: abandonaría sus propósitos literarios, su proyecto de ministro, y subiría al barco de Paris a Nogent solo para conocer a Mme. Arnoux. Ella representa su ideal, y ninguna mujer puede destronarla; ni Louise, la eterna prometida; ni Rosanette, con quien tiene un hijo; ni Mme. Dambreuse la viuda rica. Aunque la pareja compartiese un breve romance —en la obra de Flaubert apenas abarca diez páginas habiendo seiscientas—, su amor es infinito. Así lo recalca el provinciano al romper con la Maréchale: «Je n’ai jamais aimé qu’elle», le confesaba sinceramente.

Unos ambicionan la gloria, el poder o la riqueza; sin embargo, Frédéric siempre tuvo presente que Mme. Arnoux estaba por encima de esas banalidades, y se lo hace saber diciendo: «Después de haber deseado todo lo que hay de más bello, de más tierno, de más encantador, una especie de paraíso bajo forma humana, y cuando por fin lo he encontrado, ese ideal, cuando esa visión me oculta todas las demás… ¡No! ¡No!, ¡no!, ¡nunca me casaré!, ¡jamás!, ¡jamás!».

Cumplió su promesa, a decir verdad, la única, porque su carácter le impedía comprometerse con cualquier menester mientras Mme. Arnoux se mantuviese en su cabeza. Afecto que emerge a sus dieciocho años y perdura hasta el fin de sus días. De esa manera, el héroe nutre la ardiente emoción que aviva su desdicha, tan visible en el epílogo de la historia. Él encarna la melancolía; una melancolía nacida de la nostalgia, del doloroso recuerdo de una felicidad fugaz y extraordinaria, que disfrutó en su totalidad. ¡Incluso presume de haber experimentado esa excepcional sensación!, detalle que certifica su indiferencia frente al fracaso. También lo ratifica su última intervención, cuando rememora, junto a Deslauriers, una anécdota de su juventud, alegando que: «¡Aquella fue la mejor aventura que tuvimos!».

Por tanto, a las claras se aprecia que la línea recta valdrá para muchos, excepto para quienes han recibido una educación sentimental.

 

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