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David Copperfield

13 de marzo de 2012. Sr. Molina

En este año conmemorativo bicentenario de ese genio de la literatura que es Charles Dickens, no hay nada mejor que embarcarse en la lectura de la que es quizá su obra magna y que, sin lugar a dudas, constituye una pieza fundamental en la historia de la narrativa: David Copperfield. Pocas novelas hay que puedan conmover tanto y reflejar de manera tan prístina el alma humana como ésta; el maestro inglés logró alcanzar con ella unas cimas de autenticidad, ternura, emoción, empatía y elegancia como pocas veces se ha visto.

Basada parcialmente en la propia vida del autor, David Copperfield cuenta la historia en primera persona del héroe homónimo: desde su mismísimo nacimiento, pasando por su esforzado ascenso en sociedad, hasta su tranquila llegada a la felicidad después de múltiples desventuras. Siguiendo el estilo folletinesco de otras de sus obras (la novela se publicó por entregas entre 1849 y 1850), Dickens vierte aquí toda su habilidad para la creación de personajes y su especial sensibilidad para mostrar el sufrimiento; a lo largo de sus más de mil páginas encontramos dolorosas pérdidas, amores obstaculizados por todo tipo de trabas, amigos fieles, villanos de pura cepa, secundarios con curiosas personalidades y aventuras de todo tipo y condición. Fiel a su estilo, el escritor pone en danza decenas de personajes que se ven envueltos en otras tantas tramas, girando unos en torno a otros, apareciendo y desapareciendo del relato, y conformando en general un cuadro del que el lector va percibiendo su grandeza sólo a medida que avanza en la lectura.

Como digo, Dickens sigue un esquema arquetípico de la novela decimonónica: los personajes se dividen claramente en buenos y malos; todos sus comportamientos se llevan al extremo, hasta el punto de que los clímax se repiten a lo largo del libro, dado el constante grado de atención que había que mantener en el público. Las desventuras del protagonista se suceden sin cesar, con encuentros y desencuentros continuos que rozan lo ilógico, con anécdotas y coincidencias que ponen a prueba la verosimilitud del texto en varias ocasiones. David Copperfield es, tal vez, la obra más folletinesca de su autor: juega con la lógica de los acontecimientos hasta llevarlos a un grado que roza lo absurdo.

¿Por qué, entonces, es tan genial esta novela? Para el que suscribe el secreto se encuentra en la maestría del autor para mostrar los entresijos de nuestra condición. Tanto los héroes como los villanos son muy arquetípicos, sí, pero en sus rasgos encontramos lo que nos hace humanos: los detalles que Dickens introduce en sus personajes (las coletillas, los defectos, la apariencia, los discursos, las bondades) son tan reconocibles hoy —casi doscientos años después de su publicación— como lo eran en la Inglaterra victoriana; esos personajes son nosotros mismos, de un modo u otro: con nuestras virtudes y vicios, mostrados sin tapujos y con una perspicacia que pocas veces se ha dado en la literatura.

Además, en esta novela encontramos una ternura que consigue conmover el corazón más férreo. No hay sentimentalismo ramplón, sino una mirada inteligente y profunda a nuestro devenir como seres humanos; la historia de David es la de cualquiera de nosotros: un muchacho que lucha por abrirse camino, que afronta con mejor o peor entereza los reveses, que gana amigos y enemigos por igual, que ama y odia cuando lo cree necesario. Es inevitable reconocerse en algún momento de la trama con este héroe que nada tiene de tal: como personaje de ficción es magnífico por la inmensa humanidad que respira, por su honestidad para consigo mismo y para con el lector.

Y, por si fuera poco, tenemos en estas páginas algunas de las creaciones más memorables de Dickens: el “humilde” Uriah Heep, el honorable Steerforth, el manirroto Micawber y un secundario que pasa desapercibido, pero que refleja bien la sensibilidad del autor para con los menos considerados: el señor Dick. Una plétora de personajes inolvidables por su hondura y que representan casi todos los estadios de la sociedad y, por extensión, de la idiosincrasia del ser humano. Personajes trazados con rasgos tópicos, pero de una entereza inigualable.

Si aún no han tenido la oportunidad de embarcarse en su lectura, la edición conmemorativa que ha lanzado Alba, con una nueva (y estupenda) traducción de Marta Salís, es la ocasión perfecta para paladear una de esas obras maestras que perduran en el recuerdo.

 

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