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En memoria de José Emilio Pacheco

Recordamos al escritor con su discurso del Premio Cervantes.

26 de enero de 2016. Estandarte.com

Qué: Recuperamos el discurso con el que José Emilio Pacheco agradeció el Premio Cervantes 2009.

El escritor mexicano José Emilio Pacheco falleció en la capital de su país el 26 de enero de 2014. En Ciudad de México nació, también, el 30 de junio de 1939; aunque destacó como poeta —con numerosos títulos publicados en las dos orillas del idioma—, practicó todos los géneros. Figura clave de la Generación del Medio Siglo —junto a Salvador Elizondo, Carlos Monsiváis o Sergio Pitol—, su escritura clara y directa contrastó con su gusto por el cuestionamiento constante de la sociedad en la que vivió.

Periodista en sus inicios, y académico —impartió clases en Canadá, Estados Unidos e Inglaterra; investigó en el Instituto Nacional de Antropología e Historia y formó parte del Colegio Nacional—, José Emilio Pacheco tradujo a Samuel Beckett, Walter Benjamin, Truman Capote, T. S. Eliot, Victor Hugo, Oscar Wilde o Tennessee Williams, entre muchos otros. En su poesía se distinguen dos etapas: una más oscura, con sus dos primeros libros, y otra plena de ironía, con títulos como No me preguntes cómo pasa el tiempo (1970), Los trabajos del mar (1984) o Siglo pasado (2000). Publicó también libros de cuentos, una novela y una novela corta, y con Arturo Ripstein firmó el guion de la película de culto El castillo de la pureza (1972).

José Emilio Pacheco fue doctor honoris causa por las universidades Autónoma de Sinaloa (1979), Autónoma de Nuevo León (2009), Autónoma de Campeche (2010) y Autónoma de México (2010), y obtuvo multitud de premios: Xavier Villaurrutia (1973), Nacional de Periodismo de México (1980), José Asunción Silva al Mejor Libro de Poemas en Español Publicado entre 1990 y 1995 (1996), Iberoamericano de Letras José Donoso (2001), Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo (2003), Internacional Alfonso Reyes (2004), Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2004), Internacional de Poesía Federico García Lorca (2005) o Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2009). Quizá el más importante de su carrera fuera el último: el Premio Cervantes, que se le concedió en 2009 y que recibió el 23 de abril de 2010.

Hoy se cumplen años de la muerte de José Emilio Pacheco, y hemos querido recuperar el discurso con el que agradeció el Premio Cervantes. Un texto en el que reflexiona sobre el vínculo entre Cervantes y América, que interpreta —al mismo tiempo— como el vínculo entre Cervantes y él mismo.

«Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señora Ministra de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, Señora Presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y para las Artes de México, Presidenta de la Comunidad de Madrid, Sr. Alcalde de esta ciudad, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señores y señoras.

1947 es una fecha tan lejana como 1547. Ambas se han hundido en la sombra eterna y son irrecuperables. Tal vez la memoria inventa lo que evoca y la imaginación ilumina la densa cotidianeidad. Sin embargo, del mismo modo que para nosotros serán siempre gigantes los molinos de viento que acababan de instalarse en 1585 y eran la modernidad anterior a la invención de esta palabra, en algún plano es real otra experiencia: la de un niño que una mañana de Ciudad de México va con toda su escuela al Palacio de Bellas Artes y asiste asombrado a una representación del Quijote convertido en espectáculo.

Salvador Novo adapta y dirige la obra con música de un mexicano, Carlos Chávez, y un español, Jesús Bal y Gal. Novo pertenece al Grupo de Contemporáneos, equivalente exacto del Grupo de 1927 en España. Mucho tiempo después sabré que Novo había conseguido que en julio de 1936 su amigo Federico García Lorca estuviera precisamente en ese Palacio de Bellas Artes para presenciar el estreno mexicano de Bodas de Sangre interpretada por Margarita Xirgu.

A telón cerrado aparece el historiador árabe Cide Hamete Benengeli a quien Cervantes atribuye la novela. Cide Hamete Benengeli ha decidido abreviar la historia para que los niños de México puedan conocerla. La cortina se abre. De la oscuridad surge la venta que es un castillo para Don Quijote. Quiere ser armado caballero a fin de que pueda ofrecer sus hazañas a la sin par Dulcinea del Toboso, la mujer más bella del mundo.

Dos horas después termina la obra. Desciende de los aires Clavileño que en esta representación es un Pegaso. Don Quijote y Sancho montan en él y se elevan aunque no desaparecen. El Caballero de la Triste Figura se despide: “No he muerto ni moriré nunca... Mi brazo fuerte está y estará siempre dispuesto a defender a los débiles y a socorrer a los necesitados”.

En aquella mañana tan remota descubro que hay otra realidad llamada ficción. Me es revelado también que mi habla de todos los días, la lengua en que nací y constituye mi única riqueza, puede ser para quien sepa emplearla algo semejante a la música del espectáculo, los colores de la ropa y de las casas que iluminan el escenario. La historia del Quijote tiene el don de volar como aquel Clavileño. He entrado sin saberlo en lo que Carlos Fuentes define como el territorio de La Mancha. Ya nunca voy a abandonarlo.

Leo más tarde versiones infantiles del gran libro y encuentro que los demás leen otra historia. Para mí El Quijote no es cosa de risa. Me parece muy triste cuanto le sucede. Nadie puede sacarme de esta visión doliente.

En la mínima historia inconclusa de mi trato con la novela admirable hay a lo largo de tantos años muchos episodios que no describiré. Adolescente, me frustra no poder seguir de corrido la fascinación del relato: se opone lo que George Steiner designó como el aparato ortopédico de las notas. Me duele que las obras eternas no lo sean tanto porque el idioma cambia todos los días y con él se alteran los sentidos de las palabras.

También me asombra que necesiten nota al pie términos familiares en el español de México, al menos en el México de aquellos años remotos: “de bulto” como las estatuillas de los santos que teníamos en casa: “el Malo”, el demonio”; “pelillos a la mar”, olvido de las ofensas; “curioso”, inteligente. Y tantas otras: “escarmenar”, “bastimento”, “cada y cuando”.

Ignoro si podría demostrarse que el primer ejemplar del Quijote llegó a México en el equipaje de Mateo Alemán y en el mismo 1606 de su publicación. El autor del Guzmán de Alfarache había nacido en 1547 como Cervantes y estuvo en aquella Nueva España que don Miguel nunca alcanzó.

Tal vez el gran cervantista mexicano de hace un siglo, Francisco A. de Icaza, hubiera rechazado como una más de las Supercherías y errores cervantinos esta atribución que me seduce. Por lo pronto me permite evocar en este recinto sagrado a Icaza, el mexicano de España y el español de México, a quien no se recuerda en ninguna de sus dos patrias. En todo caso sobrevive en el poema que le dedicó su amigo Antonio Machado: “No es profesor de energía/ Francisco A. de Icaza, sino de melancolía”. Y en la inscripción que leen todos los visitantes de la Alhambra. Otra leyenda atribuye su inspiración al mismo mendigo de quien habló también Ángel Ganivet: “Dale limosna, mujer/ pues no hay en la vida nada/como la pena de ser/ciego en Granada”.

Como todo, Internet es al mismo tiempo la cámara de los horrores y el Retablo de las Maravillas. No me dejará mentir la Red si les digo que el 30 de noviembre de 2009, en una rueda de prensa en la Feria de Guadalajara me preguntaron, con motivo del Premio Reina Sofía, si con él yo estaba en camino del Premio Cervantes. “Para nada”, contesté. “Lo veo muy lejano. Nunca lo voy a ganar”.

Al amanecer del lunes 30 la voz de la Señora Ministra de Cultura, Doña Ángeles González-Sinde, me dio la noticia y me hundió en una irrealidad quijotesca de la que aún no despierto. Por aturdimiento, no por ingratitud, apenas en este día doy gracias al jurado por su generosidad al privilegiarme cuando apenas soy uno más entre los escritores de este idioma y hay tantas y tantos dignos con mucha mayor justificación que yo de estar ahora ante ustedes.

Para volver al plano de la realidad irreal o de la irrealidad real en que los personajes del Quijote pueden ser al mismo tiempo lectores del Quijote, me gustaría que el Premio Cervantes hubiera sido para Cervantes. Cómo hubiera aliviado sus últimos años el recibirlo. Se sabe que el inmenso éxito de su libro en poco o nada remedió su penuria.

Cuánto nos duele verlo o ver a su rival Lope de Vega humillándose ante los duques, condes y marqueses. La situación sólo ha cambiado de nombres. Casi todos los escritores somos, a querer o no, miembros de una orden mendicante. No es culpa de nuestra vileza esencial sino de un acontecimiento ya bimilenario que tiende a agudizarse en la era electrónica.

En la Roma de Augusto quedó establecido el mercado del libro. A cada uno de sus integrantes —proveedores de tablillas de cera, papiros, pergaminos; copistas, editores, libreros— le fue asignado un pago o un medio de obtener ganancias. El único excluido fue el autor sin el cual nada de los demás existiría. Cervantes resultó la víctima ejemplar de este orden injusto. No hay en la literatura española una vida más llena de humillaciones y fracasos. Se dirá que gracias a esto hizo su obra maestra.

El Quijote es muchas cosas pero es también la venganza contra todo lo que Cervantes sufrió hasta el último día de su existencia. Si recurrimos a las comparaciones con la historia que vivió y padeció Cervantes, diremos que primero tuvo su derrota de la Armada Invencible y después, extra cronológicamente, su gran victoria de Lepanto: El Quijote es la más alta ocasión que han visto los siglos de la lengua española.

Nada de lo que ocurre en este cruel 2010 —de los terremotos a la nube de ceniza, de la miseria creciente a la inusitada violencia que devasta a países como México— era previsible al comenzar el año. Todo cambia día a día, todo se corrompe, todo se destruye. Sin embargo en medio de la catástrofe, al centro del horror que nos cerca por todas partes, siguen en pie, y hoy como nunca son capaces de darnos respuestas, el misterio y la gloria del Quijote».

 

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