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Romanticismo en España: su prosa

Cuadros de costumbres, añoranza histórica y literatura fantástica.

28 de septiembre de 2020. Estandarte.com

Qué: La prosa del Romanticismo en España

El Romanticismo defendía la libertad individual, exaltaba el yo y los sentimientos apasionados frente al imperio del orden y la razón. Este movimiento dominó la escena artística y cultural de la primera mitad del siglo XIX en Europa, y en España tuvo su auge entre 1833 y 1850. Fue el regreso de los liberales exiliados durante el reinado de Fernando VII, ya en la regencia de María Cristina y Espartero, lo que propició su irrupción en España, cuando declinaba en Europa, donde dejaron su huella autores como Lord Byron, Johann Wolfgang van Goethe, William Blake, las hermanas Brontë o Mary Shelley.

Las normas fueron sustituidas por el subjetivismo y el idealismo y el equilibrio clásico por la originalidad. El rechazo a la realidad se tradujo en la evasión hacia un pasado legendario o hacia parajes imaginarios. La aparición del nacionalismo hizo que la mirada se dirigiera hacia tradiciones folclóricas y populares para reivindicar la identidad de cada nación. Hay una frase de Larra que sintetiza muy bien la esencia del movimiento: “Libertad en literatura, como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia. He aquí la divisa de la época”.

Precisamente con Mariano José de Larra (Madrid, 1809-1837) vamos a adentrarnos en el Romanticismo a través de la prosa. Larra escribió algo de poesía, teatro, una novela histórica, pero se le recuerda principalmente porque sobresalió en el periodismo de opinión. Acercó el periodismo a la modernidad y con ello contribuyó al desarrollo de la narrativa en la época. Sus artículos, muchos firmados bajo el seudónimo Fígaro, se asomaban a la política desde una ideología liberal progresista muy negativa con los conservadores y los liberales moderados; a la literatura, con sus críticas y su rechazo a las normas, y a la sociedad con fabulosos cuadros de costumbres que señalaban aspectos como la holgazanería, la intolerancia o el mal gusto a través de tipos y situaciones tratados con ironía y cierto pesimismo, con un lenguaje claro, directo y satírico y una narración viva que adoptaba distintas formas (crónica, relato, diálogos, carta…). Buen ejemplo es su Vuelva usted mañana: “[…] te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; […] te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza.[…]”. No se ahorcó, pero sí se pegó un tiro en el pecho: pesimista y con problemas en la política y en la relación con su amante, se suicidó en 1837.

El cuadro de costumbres, en el que también hay que mencionar a Ramón Mesonero Romanos (autor de Escenas matritenses) y Serafín Estébanez Calderón (Escenas andaluzas), no fue la única aportación en prosa de la época. En novela histórica la esencia del Romanticismo se plasmó en relatos verosímiles, pero sin pretensión de rigor, que recuperaban valores del pasado mirados con nostalgia. El señor de Bembibre de Enrique Gil y Carrasco, Sancho Saldaña de José de Espronceda, Los bandos de Castilla de Ramón López de Soler o El doncel de don Enrique el Doliente de Larra son algunos de los títulos más destacados.

Por otra parte, al escritor romántico le atrae lo sobrenatural y misterioso porque no puede ser explicado por la razón. Crea personajes solitarios, angustiados, dominados por sus pasiones, que viven entre la realidad y la irrealidad, rodeados de elementos tomados de los sueños y las pesadillas, insertos en escenas misteriosas, a veces ambientadas en la Edad Media, en castillos, abadías, mazmorras, en paisajes que reflejan los estados de ánimo atormentados (bosques sombríos, lugares agrestes…). Esta literatura fantástica, cercana a la gótica, se sostiene sobre el miedo, el terror, lo inquietante y lo irracional. Aborda la muerte, el más allá, la religión y el amor con tintes trágicos como fuerza que se enfrenta a las normas y convenciones sociales y representa ese ideal de libertad. Muchas de las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer (Sevilla, 1836-Madrid, 1870) – autor, ya enmarcado en el Posromanticismo– están inmersas en esa atmósfera terrorífica, de suspense como esta de El Monte de las Ánimas con la que terminamos:“[…] Desde entonces dicen que, cuando llega la noche de Difuntos, se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche [...]”.

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