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Literatura y cultura pop en la España de los 90

El desencanto que narró y universalizó la generación X o generación Kronen.

01 de febrero de 2025. Noel Pérez Brey

Qué: La literatura y la cultura pop en la España de los 90

La década de los 90 del pasado siglo fue un periodo de efervescencia cultural y transformación social, de reinvención. Fue la década de la Expo, del optimismo olímpico, de la renovación del skyline de las ciudades, de la reconfiguración económica a golpe de políticas neoliberales y del nacimiento de una España que, ya integrada en la Unión Europea, consolidaba su democracia y se hacía más consciente de sus pluralidades.

En este escenario, las nuevas tecnologías, la recién estrenada televisión privada y la llegada masiva de influencias extranjeras modificaron de manera radical los gustos y hábitos de consumo cultural de los españoles. Y la literatura, claro, no solo reflejó estos cambios, sino que los cuestionó y los narró desde perspectivas tan variadas como complejas.

La cultura pop se convertiría así en uno de los ejes centrales de la producción literaria del periodo. La música, el cine, la televisión, la moda e incluso los videojuegos dejaron una huella indeleble en la narrativa de aquellos años, por una parte, como herramienta para conectar con un público joven, pero también como espejo, como mecanismo de crítica de una sociedad en pleno proceso de globalización.

Y si hablamos de cultura popular, ¿quién la incorporó en sus obras de manera más fresca y provocadora que los autores de la generación X?

Influida por el movimiento homónimo estadounidense, esta corriente literaria se caracterizó por retratar, desde la frustración y la ironía, el desencanto de una generación joven que, si bien había crecido en una sociedad de consumo que mal que bien colmaba sus necesidades tangibles, se encontraba vacía de expectativas e ideales.

José Angel Mañas, generación KronenAutores como José Ángel Mañas, Ray Loriga o Lucía Etxebarria retrataron a una juventud perdida en la banalidad de los días y marcada por la inmediatez, el nihilismo y las drogas como refugio existencial. Las historias de la generación X (o generación Kronen si queréis) no eran épicas ni presentaban heroicidad alguna, pero su carácter fragmentario, urbano y profundamente posmoderno hizo que su lenguaje resonara en una juventud que comenzaba a mirar hacia el vacío de un futuro incierto.

Sin embargo, la literatura de los 90 no fue solo alienación y resaca cultural de la "Movida". En paralelo a esta tendencia, hubo un redescubrimiento del pasado, una necesidad de reinterpretar la historia reciente del país a través de los libros. Figuras como Almudena Grandes, con su Malena es un nombre de tango (1994), o Antonio Muñoz Molina, con El jinete polaco (1991), exploraron las tensiones entre lo personal y lo colectivo, entre la memoria individual y la memoria histórica. Las heridas del franquismo y las sombras de la Guerra Civil se reactualizaron en las páginas de estas obras y ofrecieron al lector una narrativa íntima y cargada de preguntas.

Por otro lado, las letras españolas también encontraron en esta década un espacio para experimentar con los límites de la narrativa y el lenguaje. Mientras Javier Marías, por ejemplo, con títulos como Corazón tan blanco (1992), llevó su estilo reflexivo a la cúspide del reconocimiento mundial, Enrique Vila-Matas, que coqueteaba a su vez con los márgenes entre ficción y autoficción, se consolidó como una de las voces más singulares y ambiciosas de nuestro panorama literario.

Y si la mencionada globalización alcanzó de lleno al país, no influyó menos en sus letras. Escritores como Arturo Pérez-Reverte, con El club Dumas (1993), abrazaron un relato más accesible, más comercial, con aspiraciones internacionales. Aunque esta circunstancia fuera criticada por algunos como una «mercantilización» de la literatura, lo cierto es que abrió el camino para que el lector español, además de escritores patrios, accediera a la ingente cantidad de traducciones que la industria producía a un ritmo inédito hasta entonces.

En cualquier caso, como dijimos, no hay manifestación literaria más propia de los 90 que la llamada generación X.

Es cierto que algunos escritores asociados a este movimiento renegaron de la etiqueta, pero no cabe duda de que el término define una sensibilidad común entre distintos autores que supieron aprehender, con cruda honestidad, la realidad de los jóvenes españoles de la "postmovida".

Historias del Kronen de José Ángel Mañas, la películaQuizá el escritor más representativo de este fenómeno sea José Ángel Mañas con su Historias del Kronen (1994), donde el autor retrata la vida nocturna madrileña a través de un joven cínico y hedonista que recorre las fiestas, las drogas y los bares con una mirada fría y desprovista de emociones. La obra, finalista del Premio Nadal, desató una gran polémica por su estilo casi periodístico, de frases cortas y un lenguaje que imitaba el habla cotidiana de la juventud de la época. El éxito fue tal que pronto se llevó al cine para convertirse en un icono generacional tanto en la literatura como en el séptimo arte.

También imprescindible es Ray Loriga, cuya obra se mueve en los márgenes de la desesperanza y la alienación. Su primera novela, Lo peor de todo (1992), es una narración áspera y cargada de nihilismo, que se adentra en las vivencias de unos personajes atrapados en un limbo emocional. Con su segundo trabajo, Héroes (1993), el universo del rock, las drogas y el desencanto juvenil se entrelazan en un relato que casi podría considerarse la banda sonora literaria de la época. Gracias a su estilo directo y lacónico, Loriga se consolidó como uno de los autores más influyentes de su generación.

Y no olvidemos a Lucía Etxebarria, con Amor, curiosidad, prozac y dudas (1997), novela donde retrata a tres hermanas madrileñas de distintas edades que intentan encontrar sentido a sus vidas en un contexto urbano y despersonalizado. La autora, al introducir una sensibilidad feminista que amplía las temáticas habituales de la generación X, añade así una dimensión más introspectiva y emocional.

Como vemos, dicha generación no se define tanto por una ideología literaria unificada como por una serie de características compartidas. Su narrativa, ya lo apuntamos con anterioridad, se aleja de los grandes temas épicos o de la trascendencia histórica y prefiere centrarse en los márgenes, en las vidas corrientes y los barrios obreros, en la banalidad del día a día. Las historias están protagonizadas por jóvenes sin rumbo, chavales que sobreviven entre drogas y empleos precarios, desarraigados de la familia, sumidos en el vacío existencial que se refleja en el estilo directo y descarnado de la narración.

La influencia del grunge, del cine indie norteamericano o de directores como Richard Linklater o Quentin Tarantino impregna su imaginario y da lugar a una literatura que, si bien presenta ecos de la incipiente globalización, arraiga en las experiencias concretas de una España cambiante.

En este sentido, la música no funciona solo como banda sonora de las historias, sino como elemento narrativo que da forma a los estados de ánimo, a las vivencias y a la identidad de los protagonistas. En Historias del Kronen, por ejemplo, la música es omnipresente. Los bares y discotecas que frecuenta el protagonista están repletos de canciones que capturan el espíritu de los 90. El rock alternativo, con bandas como Nirvana o Fugazi, actúa como un catalizador emocional que conecta a los personajes en su insatisfacción vital. Así, en muchas escenas de la novela, las conversaciones se desarrollan mientras la música suena de fondo, y en la emblemática noche donde Carlos y sus amigos se cuelan en un edificio en obras y van a «pillar putas», el protagonista observa el mundo a través de una distorsión alcohólica mientras escucha bakalao o a The The a todo volumen, cuyos sintetizadores post-punk encapsulan a la perfección la alienación de los personajes. La música, por tanto, no solo acompaña cual decorado a la acción, sino que refuerza la estética contemporánea de la obra.

El caso de Ray Loriga es aun más explícito. En novelas como Héroes, la música, además de referencia, es una pieza clave de la narrativa. Podríamos decir incluso que la obra es un homenaje al rock como elemento de identidad juvenil. Su protagonista vaga por la vida igual que una jukebox ambulante y recurre a las letras de las canciones como si fueran su manual de supervivencia emocional. Las referencias a The Rolling Stones, Lou Reed o David Bowie son constantes, tanto para construir la atmósfera del relato como para dialogar con sus propios sentimientos. El rock, en Loriga, es una vía de escape y, al mismo tiempo, una prisión. Sus personajes, atrapados en un bucle de fiestas y noches en vela, encuentran en las canciones el consuelo que no hallan en la realidad. Como bien muestra una de las escenas de Héroes, el protagonista reflexiona sobre por qué la música es el único lugar donde el dolor se convierte en algo hermoso, un pensamiento que resume el papel del rock como válvula de escape para los jóvenes de dicha generación.

Lucía EtxebarríaPor otro lado, el enfoque de Lucía Etxebarria al explorar la relación entre música y literatura es algo distinto. En Amor, curiosidad, prozac y dudas, la música pop funciona como un recurso narrativo que subraya las diferencias generacionales y afectivas entre las tres protagonistas. Mientras la hermana mayor permanece atrapada en las rutinas y las expectativas sociales, la mediana escucha obsesivamente a The Kinks y encuentra en las letras de Ray Davies una forma de verbalizar su desencanto. El uso de canciones de Joy Divison o de los propios The Kinks no es gratuito; Etxebarria emplea estas referencias para construir personajes complejos cuya identidad se define, en parte, por la banda sonora de sus vidas. En este sentido, su literatura trasciende la narrativa convencional y se convierte en un collage de emociones, letras y ritmos.

Asimismo, como lenguajes dominantes de finales del siglo XX, el cine y la televisión conformaron una suerte de educación sentimental para los autores de la generación X, que trasladaron las referencias de películas o series de televisión a sus novelas no solo como guiño cultural, sino como una manera de dotar de ritmo, fragmentación y estética visual a sus narrativas.

La influencia del cine es sobre todo evidente en Historias del Kronen, donde la narrativa fragmentada, con escenas breves y diálogos cortantes, evoca el montaje rápido y dinámico de las películas de Tarantino. No es casual que la obra fuera adaptada al cine por Montxo Armendáriz en 1995, pues la novela, que recuerda más a un guion cinematográfico que a una narración tradicional, parecía escrita desde su origen para la gran pantalla.

Ray LorigaPero si hay un autor que refleja el espíritu del cine independiente americano de los 90, ese es Ray Loriga. Sus obras parecen beber a morro de directores como Richard Linklater, Jim Jarmusch o incluso de la desoladora estética de Wim Wenders. Los personajes de Loriga se mueven por paisajes urbanos vacíos, atrapados en un tiempo suspendido, con una mezcla de hastío y fascinación por la banalidad de lo cotidiano. En Héroes, por ejemplo, el protagonista vive obsesionado con las estrellas del cine y el rock mientras deambula por la ciudad con una narrativa que recuerda al divagar existencial de los personajes de Stranger Than Paradise (Jarmusch, 1984). Loriga introduce constantes referencias al cine en sus novelas, pero, más allá de las citas explícitas, es su forma de escribir lo que evidencia este impacto. La estructura de sus relatos, construida a partir de escenas breves y diálogos cargados de silencios, emula el ritmo pausado y contemplativo del cine independiente.

Por su parte, Lucía Etxebarria no solo refleja en sus novelas la importancia que tienen las series, las telenovelas o la MTV en la construcción de la identidad de sus personajes y en el reflejo de sus frustraciones y anhelos, sino que alude también a la impronta de la publicidad televisiva y los videoclips, convertidos en los años 90 en una forma predominante de narrativa visual. La fragmentación, la velocidad y la estética artificial de estos medios se trasladan a su escritura, que combina capítulos breves y un enfoque casi visual para retratar las vidas urbanas de sus personajes.

También la moda se reflejó en la literatura de la década con estilos como el grunge, el minimalismo o la cultura techno. En las obras de la generación Kronen, la vestimenta no es mero atrezo, sino una herramienta narrativa que comunica tanto como los diálogos o las acciones de los personajes. Lejos de tratarse de un fenómeno superficial, la estética se convirtió en un vehículo para explorar temas como el vacío existencial, el consumismo y la alienación. El lenguaje visual de la moda se convirtió en un elemento central de la narrativa, en especial a la hora de subrayar las diferencias de clase y las ansias de pertenencia.

En La conquista del aire (1998), Belén Gopegui plasma cómo la moda se convierte en un elemento que expresa la desconexión emocional y el desapego de los personajes. Aunque la novela no se centra, desde luego, en los códigos de vestimenta, la relevancia de la cultura corporativa y la estética minimalista de finales de los 90 se refleja en los atuendos de los personajes.

Los trajes sobrios y las prendas funcionales que luce uno de los protagonistas, un ejecutivo atrapado en un mundo cada vez más despersonalizado, simbolizan la rutina y la vacuidad de su existencia. Frente a él, vemos otros personajes que visten ropa más informal, propia del estilo grunge de los 90: camisetas de saldo, zapatillas desgastadas, chaquetas heredadas. Además de utilizar estas descripciones como instrumento para explorar las tensiones entre el éxito aparente y el vacío existencial, Gopegui muestra con ellas cómo la moda puede ser una máscara para camuflar las fracturas internas de sus personajes.

En esta línea, también Etxebarria ofrece en Beatriz y los cuerpos celestes (1998) una crítica velada al auge del prêt-à-porter y la cultura consumista de los años 90. A través de la protagonista de la obra, la autora retrata la obsesión por la apariencia y las marcas que configura las dinámicas sociales de los personajes.

La joven compra ropa en C&A y Marks&Spencer, o perfumes en Body Shop, se siente orgullosa de ser tan flaca como las modelos de Calvin Klein y juzga a cuantos se cruzan en su camino por la ropa y las marcas que visten mientras sueña con escapar de la monotonía de su entorno. La moda se convierte en un símbolo de sus aspiraciones frustradas y en una herramienta para intentar pertenecer a un mundo que, en realidad, no es el suyo. Etxebarria utiliza estas tendencias para reflejar cómo la moda, lejos de liberar, puede oprimir al imponer cánones de belleza y éxito inalcanzables.

Pero la literatura de la generación X no puede entenderse sin el contexto de una década marcada por la irrupción de la tecnología en la vida cotidiana. Los últimos años del siglo XX fueron un periodo de transición donde el mundo analógico comenzaba a ceder terreno a lo digital, con la popularización de los ordenadores personales, los videojuegos, los primeros teléfonos móviles y las conexiones a internet. Estos avances, hoy casi primitivos, no solo representaban en aquel momento una mezcla de fascinación y extrañeza, sino también de profundo desencanto. En vez de traer consigo las utopías prometidas, la tecnología reforzó muchas de las sensaciones de alienación y vacío que caracterizaron a esta generación.

La conquista del aire, de Belén GopeguiEn La conquista del aire, Gopegui aborda, de manera indirecta, el impacto de estos avances en las relaciones humanas. Aunque la novela no está centrada en la tecnología en sí, uno de los protagonistas se dedica al mundo de la informática y hay escenas en las que los personajes interactúan con los primeros ordenadores personales, dispositivos que ya comenzaban a proliferar tanto en los entornos laborales como en los domésticos.

En lugar de ser herramientas que fomentan la comunicación, estos ordenadores parecen reforzar la desconexión entre los individuos. En una escena en la que Marta pretende alcanzar una suerte de epifanía vital, la protagonista pasa horas frente a la pantalla, no para trabajar ni para socializar, sino simplemente para llenar la vacuidad de una vida que siente cada vez más insustancial y carente de sentido. La tecnología, como vemos, lejos de aliviarnos las cargas, subraya muchas de las angustias existenciales de la generación X.

Por último, y volviendo a Amor, curiosidad, prozac y dudas, esta tecnología se infiltra en la narrativa a través de ciertos detalles que reflejan la vida cotidiana de la época. Por ejemplo, una de las protagonistas cuenta que trabajó un tiempo en una multinacional informática, rodeada de ordenadores, impresoras y «demás robotitos inteligentes creados supuestamente para facilitar el trabajo de los seres humanos». En dicho empleo, se pasaba el día sentada, engordando, según sus palabras, en un cubículo de apenas dos metros cuadrados.

No parece, pues, que la tecnología emergente del momento humanice en modo alguno el trabajo. Todo lo contrario: los personajes se sienten atrapados en un sistema que promete, sí, eficiencia tecnológica, pero que en realidad los reduce a meros engranajes de una maquinaria fría e impersonal.

En definitiva, por más que la generación Kronen fuera etiquetada en su momento como una corriente transitoria, casi adolescente en su obsesión por el desencanto y la alienación, es evidente que su impacto late aún en las páginas de la literatura contemporánea. Hoy, autoras como Elvira Navarro o Sara Mesa incorporan referencias culturales y mediáticas no solo como mero guiño, sino como herramientas para comprender las dinámicas del presente. En muchas novelas actuales, la música y el cine acompañan las vidas de los personajes al igual que ocurría en las obras de la generación X, convirtiéndose en símbolo de sus ansiedades y anhelos. Este uso de la cultura pop conecta a los autores actuales con aquel movimiento que hizo del rock, el grunge, el cine y los videojuegos un lenguaje narrativo.

De igual modo, aunque adaptada a los tiempos actuales, la visión descarnada de la juventud que caracterizó a aquella generación sigue vigente. Las nuevas voces literarias han heredado esa mirada irónica y despojada de épica para retratar a una juventud atrapada en la incertidumbre y la apatía. Sin embargo, la inestabilidad laboral, la sobreexposición tecnológica y el colapso climático quizá obliguen a los autores de hoy a lidiar con ansiedades más complejas. La precariedad emocional y económica sigue siendo un tema clave, como lo fue para los autores de los 90, pero ahora se aborda desde perspectivas que añaden nuevas capas de reflexión al legado de la generación X.

Otra de las herencias palpables es la relación con la tecnología. Mientras los escritores de los 90 capturaron el impacto de los primeros ordenadores, los faxes o los videojuegos como metáforas de la alienación y la deshumanización, los autores del siglo XXI han llevado esta exploración mucho más lejos. La omnipresencia de internet, las redes sociales y las tecnologías de vigilancia han creado una narrativa donde la virtualidad y la desconexión física son temas centrales. Obras como las de Patricio Pron o Cristina Morales parecen dialogar directamente con aquella generación que, si bien intuyó los peligros de la digitalización, no llegó a prever su total invasión de la vida cotidiana.

Para terminar, la estructura fragmentaria y visual que caracterizó las obras de la generación Kronen —influida por el cine, los videoclips y la televisión— sigue viva en la narrativa contemporánea. La forma episódica, casi como si de un montaje cinematográfico se tratara, ha encontrado en la era digital un nuevo significado. La fragmentación, hoy, más que responder a una búsqueda estética, refleja el modo en que las historias son contadas y consumidas en la actualidad: a través de flashes, imágenes y retazos que evocan las dinámicas de las redes sociales y la atención cada vez más dispersa.

La generación X, en conclusión, además de marcar una década, sentó las bases para entender las tensiones y contradicciones del mundo globalizado que define nuestra literatura. Su lenguaje directo, su introspección nihilista y su relación con la cultura pop y la tecnología se han convertido en herramientas narrativas que siguen inspirando a las nuevas voces. En un tiempo donde las fracturas del pasado y las ansiedades del futuro se entrecruzan, el legado de esta generación no es un eco remoto, sino una vibración constante que sigue impregnando los relatos del presente. La generación Kronen no solo narró su desencanto: lo universalizó.

 

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