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El principio de El topo, de John le Carré

En recuerdo a John le Carré y su gran novela del espionaje en la Guerra Fría.

05 de marzo de 2024. Estandarte.com

Qué: El principio de El topo Autor: John le Carré

El topo, de John le CarréJohn le Carré (1931-2020) fue el escritor que hizo del espionaje un arte narrativo, el creador de personajes inolvidables como Smiley, Karla, Martindale, Hayden, Alleline, Prideaux, Control…, quien dio imagen a la Guerra Fría: niebla, lluvia, gabardinas, cabinas telefónicas, esquinas, esquinazos, pasos en la soledad… Fue también el que cuando todo aquello acabó, siguió narrando el devenir y los problemas de ese nuevo mundo (la disolución de la URSS, las farmacéuticas o la política de EE. UU., el terrorismo islamista) siempre con los pies bien anclados en el suelo, con un notable espíritu crítico que tiene un claro reflejo en Un hombre decente y su amarga y dura reflexión sobre el brexit y el papel jugado por Gran Bretaña en la historia.

Creador de novelas memorables, en Estandarte elegimos El topo que, con otras dos compañeras de trilogía El honorable colegial y La gente de Smiley–, son en nuestra opinión lo mejor que se ha escrito sobre el mundo del espionaje. Eso no impide recomendar, sobre todo para principiantes en el tema, otros libros que casi podríamos considerar imprescindibles para entrar y disfrutar con este turbio y complejo mundo como son Llamada para un muerto, El espejo de los espías o El espía que surgió del frío. Una vez dentro, es difícil salir y entonces llegan La chica del tambor, El jardinero fiel, El sastre de Panamá, o La Casa Rusia, para culminar con su último libro, Un hombre decente, y su pesimista visión de la actualidad. (ver Colección Biblioteca John le Carré de la editorial Planeta)

El topo (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, en el original) es un fiel reflejo de ese mundo de tramas oscuras con un servicio secreto dominado por intrigas y luchas internas y con un Smiley –al que pusieron cara Alec Guinnes y Gary Oldman para la televisión y el cine respectivamente– cansado y retirado a la fuerza, que trata de destapar ese topo que ha descalabrado el espionaje exterior dejando un reguero de víctimas difíciles de asumir. Nada falta, ni siquiera el amor y la infidelidad.

John le Carré, perfecto retrato del gentleman inglés, reflejó en muchas de sus novelas la experiencia vivida cuando –tras pasar por la universidad, como tantos otros espías célebres– sirvió durante breve tiempo en el servicio secreto británico durante la guerra fría. La experiencia dio sus frutos para contento de tantos lectores seguidores de esta rama de la novela negra.

La verdad es que si el viejo mayor Dover no hubiera caído muerto en las carreteras de Taunton, Jim jamás hubiera ido a Thursgood. Llegó sin previa entrevista, mediado el trimestre, cuando corría el mes de mayo, pese a que, a juzgar por el tiempo, nadie lo hubiera dicho, contratado por una de las dudosas agencias dedicadas a proporcionar maestros de preparatoria, con la tarea de sustituir al viejo Dover, hasta el momento en que se pudiera encontrar a alguien más idóneo. Thursgood dijo a sus colaboradores:

–Es un lingüista. Lo he contratado con carácter temporal. –Tras decir estas palabras, Thursgood se echó a atrás el mechón de autodefensa que le caía sobre la frente. Añadió-: Se llama Priddo.

Y como sea que el francés no era la asignatura de Thursgood, consultó una cuartilla para deletrear el apellido:

–P-r-i.d.e.a.u.x. El nombre de pila es James. Creo que servirá para sacarnos de apuros hasta el mes de julio.

Los colaboradores no tuvieron dificultad alguna en interpretar el significado de estas palabras. Jim Prideaux era un paria en la comunidad docente. Pertenecía a la misma secta que la desaparecida señora Loveday, quien tenía un chaquetón de cordero persa, y que dio clases de primero de religión hasta que comenzó a librar cheques sin fondos, o a la misma especie que el también desaparecido señor Maltby, el pianista que tuvo que interrumpir las prácticas del coro cuando la policía le fue a buscar para requerir su ayuda en ciertas investigaciones, ayuda que, a juzgar por las apariencias, el señor Maltby seguía prestando, ya que su baúl se encontraba en el sótano, en espera de las pertinentes instrucciones. Varios profesores, entre ellos Marjoribanks, eran partidarios de abrir el baúl. Aseguraban que contenía importantes tesoros desaparecidos, como, por ejemplo, el retrato de la libanesa madre de Aprahamian, en marco de plata, el cortaplumas del ejército suizo de Best-Ingram, y el reloj de la matrona. Pero Thursgood formaba en su rostro sin una sola arruga un gesto tozudo de oposición a tales peticiones. Solo habían transcurrido cinco años desde el día en que heredó la escuela de su padre, pero ya sabía que hay ciertas cosas que más vale mantener cerradas y ocultas.

Jim Prideaux llegó un viernes, bajo una lluvia torrencial. Como oleadas de humo, la lluvia descendía por la parda campiña de Quantocks, cruzaba veloz los vacíos campos de cricket e iba a dar contra las viejas fachadas de piedra arenisca. Llegó después del almuerzo, conduciendo un viejo Alvis rojo que arrastraba un remolque de segunda mano, en otros tiempos de color azul. (…)

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