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El principio de El bello verano, de Cesare Pavese
Esta novela de Cesare Pavese fue reconocida con el Premio Strega.
14 de julio de 2024. Estandarte.com
Qué: El principio de El bello verano, de Cesare Pavese
El bello verano se publicó en 1949. Su autor, el italiano Cesare Pavese (1908-1950), ganó con esta obra el Premio Strega. En esta novela, llena de contrastes, palpita la alegría, el júbilo y el renacer del verano y la nostalgia, el dolor y tristeza de la vida cotidiana cuando ya no es el sol y el aire libre los que dominan la historia.
Ese hermoso verano que relata Pavese es el de la despedida de la adolescencia, del descubrimiento de una vida distinta a la que modula el día a día –trabajo, tranvía, tareas caseras, amigas, paseos, diversión–; del entusiasmo hacia la vida bohemia; del amor y su amargo final; de la añoranza, la madurez.
Con ese comienzo recordando que en aquellos tiempos siempre era fiesta, el autor abre paso a un mundo de ilusiones evanescentes y de esperanzas fallidas y descubre el choque entre la ciudad, símbolo de la soledad, y los espacios abiertos, pura libertad. Todo transcurre en una ciudad, Turín, gris, triste, en el ambiente de una clase trabajadora y una bohemia alejada de la moral, que termina con la inocencia de una adolescente.
En este como en sus otros libros, cartas y diarios, Pavese pone al descubierto sus deseos, inquietudes, su forma de ver la vida y lo hace con una escritura limpia, sin barroquismo, con claros tintes del naturalismo y realismo tan propios de la Italia de aquellos años.
A pesar de su corta vida, de los reveses, confinamientos y depresiones, Pavese llevó a cabo un enorme trabajo tanto como traductor (su especialidad fue la literatura norteamericana), editor (trabajó hasta su muerte en la editorial Einaudi), guionista, poeta y novelista. Para el recuerdo de su vida y su pensamiento quedan sus Cartas y su diario que se publicó tras su muerte con el título de El oficio de vivir. Aquí nos recreamos en el principio de esa maravillosa novela, El bello verano.
En aquellos tiempos siempre era fiesta. Bastaba salir de casa y atravesar la calle para volvernos locas, y todo era tan bonito, especialmente de noche, cuando al volver, muertas de cansancio, esperábamos que aún sucediese algo, que estallase un incendio, que naciera un niño, o quizá que llegara el día antes de lo debido para que la gente pudiera salir a la calle y continuar andando, andando hacia los prados, hasta más allá de las colinas.
–Sois sanas, jóvenes, unas muchachas –decían–, se nota que no tenéis preocupaciones.
Incluso, una de ellas, aquella Tina que había salido coja del hospital y no tenía qué comer en casa, reía, como las demás, por nada. Una noche trotando tras las otras se detuvo y se echó a llorar porque decía que dormir era una estupidez y robaba tiempo y alegría.
Pero a Ginía, si le atacaban crisis parecidas, no lo demostraba. Acompañaba a casa a las otras y hablaban, hablaban hasta que no sabían qué decir. Llegaba, por fin, el momento de separarse; hacía ya un buen rato que se había quedado sola, y Ginía volvía a casa tranquila, sin echar de menos la compañía. Las noches más bonitas, se comprende, eran las del sábado, cuando iban a bailar, porque al día siguiente podían dormir cuanto quisieran. Pero ni eso era necesario y algunas mañanas, Ginía salía de casa para dirigirse al trabajo, feliz y contenta de aquel trozo de calle que la esperaba antes de llegar. Las otras decían: «Si vuelvo tarde por la noche luego tengo sueño, y, además me riñen». Pero Ginía no estaba nunca cansada y su hermano, que trabajaba de noche, la veía sólo a la hora de la cena porque durante el día dormía. Al mediodía (Severino daba una vuelta en la cama cuando ella llegaba del trabajo) Ginía preparaba la mesa y comía con hambre, masticando despacio, escuchando los rumores de la casa. El tiempo pasaba lento, como sucede en las casas vacías y así ella tenía tiempo de lavar los platos que le esperaban en el fregadero y de limpiar un poco; después se tumbaba en el sofá bajo la ventana y se adormecía mecida por el tictac del despertador que le llegaba desde la otra habitación. Alguna vez cerraba las contraventanas para estar más a oscuras y sentirse más sola; al fin y al cabo, Rosa, a las tres, al bajar, arañaría la puerta despacio para no despertar a Severino, hasta que ella respondiera. Entonces salían juntas y se separaban al llegar al tranvía.
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