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El problema de los tres cuerpos

Desconcierto, desasosiego y belleza en los cuentos de Aniela Rodríguez.

04 de mayo de 2021. Estandarte.com

Qué: El problema de los tres cuerpos Autora: Aniela Rodríguez Editorial: minúscula Año: 2019 Páginas: 112 Precio: 16,50 €

El problema de los tres cuerpos, de Aniela Rodríguezminúscula trae ahora a España El problema de los tres cuerpos, el libro de cuentos por el que Aniela Rodríguez (Chihuaha, 1992) recibió en 2016 el Premio Nacional de Cuento Joven Comala en su país. Antes había obtenido el Premio Chihuahua en la categoría de cuento por El confeccionador de deseos (a estos dos libros se suma el poemario Insurgencia, 2014).

Estos datos y que la editorial minúscula esté por medio son una buena tarjeta de presentación para esta autora mexicana y este tuit que escribió en su cuenta nos anima aún más a interesarnos por ella como cuentista: “Después de leer un cuento, uno necesita hacer una pausa. Masticarlo bien hasta que el sabor termine de gastarse en nuestro cerebro. 'Enjuagarse el paladar' con alguno que otro recuerdo. Llorar, incluso. Sólo entonces uno sabe que ha llegado el momento de comenzar el siguiente”.

Compuesto por nueve relatos, desconcertantes y desasosegantes, El problema de los tres cuerpos recoge historias muy distintas, con personajes de caracteres diversos, pero en todos subyace como telón de fondo una sociedad –la mexicana– en la que pesa demasiado la violencia: la que provoca el narcotráfico, la que sufren las mujeres –a veces más instrumentos que personas–; en la que la precariedad laboral destroza vidas; el alcohol y la droga tienen una presencia determinantes, y la relación con la religión no siempre es sana y honesta.

De gran riqueza literaria, reflejan una labor a veces casi artesanal en la confección de estructuras complejas que requieren de una atención cuidadosa por parte del lector que queda atrapado en ese ir y venir de tiempos, en esas mezclas entre sueño, o pesadilla, y realidad o en esos cambios de voces como la que ocurre en Caja de cerillos, en el que el narrador a veces habla en primera persona y otras mira desde fuera.

Aniela Rodríguez logra crear un estado de alerta porque así lo pide con las tramas y porque así lo exigen –en algunos de los relatos– esos desarrollos donde se anticipa información que se comprenderá más tarde.

Así ocurre en Las fiestas de Caín: organizado por capítulos o escenas, comienza por el final: el disparo que Jacinto le propina al cura. A partir de ahí, a veces jugando con repeticiones de construcciones y de imágenes, la autora va esparciendo, sin respetar el orden cronológico, los antecedentes.

Gracias a la precisión casi dolorosa de las descripciones se entiende –casi se siente– la perturbación de Jacinto. También en el Tratado general del contragolpe desvela en la primera línea el desenlace: “En este cuento muere el Güero Hidalgo”.

Con ese curioso guiño metaliterario comienza una historia en la que, de nuevo con la violencia como una protagonista más, quedan en entredicho los valores de una sociedad que llega a cegarse y a idolatrar a una figura nada ejemplar. Y luego, la deja caer.

Su agilidad y expresividad narrativas se afianzan en la maestría con la que inserta en medio de una acción reflexiones y disertaciones (así lo hace en la Caja de cerillos hablando sobre la juventud) o la interrumpe con imágenes lentas que casi se saborean como la de la madre y la sopa de ese Tratado general del contragolpe o las diversas sensaciones a las que debe enfrentarse Elías Ramírez en Instrucciones para perder los zapatos.

En las descripciones a veces hay belleza, casi poesía y el lenguaje se muestra delicado para presentar con pocas palabras determinadas situaciones o personajes como a la viuda de Tavares de Caja de cerrillos a la que conocemos como una mujer “fermentada en una depresión eterna”.

En otras ocasiones domina la rudeza, lógica si se la ha cedido la palabra a un asesino como el narrador y protagonista de Los dioses momentáneos (“Todo el tiempo me tocó chingarme sin piedad a matones de quinta, les veía la cara y me entraba la perra gana de coserles la boca a chingadazos. Pero una cosa es una cosa”).

Prendado y capturado por esta escritura que pide una lectura atenta y pausada –incluso una vuelta sobre ella para descubrir más–, el lector no queda decepcionado con los finales. Quizás sí, desconcertado (¿encontrará consuelo El lado izquierdo de la tristeza?, ¿qué será de las ecuaciones de la página cuatro de Para Werner, con cariño?...)  

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