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Las ciudades tentaculares, de Émile Verhaeren

Uno de los poemarios más emblemáticos de la producción de Émile Verhaeren.

23 de octubre de 2023. Estandarte.com

Qué: Las ciudades tentaculares Autor: Émile Verhaeren Editorial: Ediciones Vitruvio Año: 1895 (Edición de 2022) Páginas: 88 Traducción: Pedro Alcarria Viera Precio: 12,48 €

Entre los millones de muertes acaecidas durante la primera guerra mundial, hay una en concreto que parece encarnar una metáfora trágica: en 1916 una multitud que se apresuraba a subir a un tren en la estación de Ruán, arrojaba con su empuje ciego, bajo las ruedas, a un anciano de aspecto venerable.

Un suceso que parecía predestinado, ya que la máquina locomotora aparece de forma recurrente en la obra de quien sufrió esta suerte: el escritor belga Émile Verhaeren (1855-1916). En muchos de sus poemas, vemos aparecer un tren como un símbolo, igual que lo será el avión para generaciones de poetas posteriores, de la modernidad. Un emblema de un nuevo orden, de un mundo industrial, mecanizado, que instaura el progreso, la velocidad y el consumo como nuevos arquetipos imperantes, como materiales para la reflexión poética.

 

“La llanura está aburrida y ya no se defiende,
El flujo y reflujo de las ruinas,
La han anegado de monotonía.
Sólo se encuentran, a lo lejos, corrales remendados
Y caminos negros de carbón y de escoria
Y esqueletos de alquerías
Y súbitos trenes cortando en dos las villas.”

 

Ese es el momento que describe uno de los poemarios más emblemáticos de la producción de Émile Verhaeren: Las ciudades tentaculares, libro publicado en 1895, ahora editado por Ediciones Vitruvio con una excelente traducción de Pedro Alcarria Viera.

Verhaeren, un hombre del medio rural, nacido en plena campiña belga, es testigo del avance imparable de la revolución industrial.

 

“...donde se asentaban las claras casas
Y los huertos y los árboles cubiertos de oro,
Uno divisa, interminable, de sur a norte,
La negra inmensidad de las fábricas rectangulares.”

 

Comienza el poemario con una descripción o evocación del mundo rural, un mundo que se movía con el ritmo ancestral de las cosechas y del paso de las estaciones y que está ahora agonizando. Los campos se despueblan a medida que sus gentes marchan a trabajar en las industrias de las ciudades en expansión, que Verhaeren compara con un pulpo voraz devorando todo a su alrededor.

Un tropo, el del pulpo como criatura monstruosa, que ya aparecía en Los cantos de Maldoror, la obra del proto surrealista Lautremont, quien había propuesto esa figura abisal desplegando sus tentáculos, como imagen contrapuesta a la diurna, el negativo del sol que proyecta sus rayos sobre la tierra. Verhaeren retoma la metáfora para describir ese avance ciego y desbordante.

En cuanto al propio Verharen, es un poeta difícil de catalogar, que va transitando toda la segunda mitad del siglo XIX siendo sucesivamente tardorromántico, parnasiano, naturalista, simbolista… Para acabar inaugurando el modernismo literario europeo y anticipando en opinión de muchos críticos el futurismo, por la forma en que están presentes en sus poemas las coordenadas de ese movimiento estético: tiempo, velocidad, energía y fuerza, como una especie de musas que pronto se encarnarían en un nuevo invento moderno: El cinematógrafo. 

Y es que los poemas de Las ciudades tentaculares son semejantes a una sucesión épica de planos secuencia. Parece que Verharen vaya filmando todo aquello que contempla a medida que abandona los campos y se va internando en la ciudad. Con él entramos en las catedrales, en las fábricas, pasamos junto a una estatua, llegamos al puerto que recibe las mercancías y materias de todas las partes del mundo, atravesando las bajos fondos vemos todo el decorado humano de rufianes, vagabundos y desdichados, entramos en un bazar lleno de compradores, en un teatro de variedades, de pronto estalla una revuelta violenta…

 

Es la fiesta de la sangre que se despliega,
A través del terror, en estandartes de júbilo:
La gente pasa roja y ebria,
La gente pasa sobre los muertos;
Los flamantes soldados, con cascos de cobre,
Sin saber dónde está el derecho, dónde el error,
Cansados de obedecer, cargan indolentes,
Contra el pueblo enorme y vehemente

 

Esa es la virtud fundamental de los poemas de Las ciudades tentaculares, el efecto que producen de ser un fresco vivo que se agita ante los ojos del lector de una forma violenta y evocadora.  

Gran amigo de Stefan Zweig o del pintor James Ensor, también en España la obra de Verhaeren tuvo grandes seguidores, especialmente en aquellas ciudades donde mayor empuje había tomado la revolución industrial, fundamentalmente El País Vasco y Cataluña. Aquí tuvo grandes amigos como el pintor Darío de Regoyos que le acompañó en un viaje por la península, documentado en el libro La España Negra. Sin embargo por fuerte que fuera esa influencia nunca vio ninguno de sus libros de poesía traducidos al español Y sólo Las ciudades tentaculares ha sido publicado, muy recientemente, a nuestro idioma.

 

La ciudad tiene mil años,
Amarga y profunda ciudad;
Y sin cesar, a despecho del asedio de los días,
Y las gentes socavando su pesado orgullo,
Resiste a la usura del mundo.
¡Sus corazones, qué océano! ¡Sus tendones, qué tormenta!
¡Qué nudo de apretados deseos su misterio!
Victoriosa, sorbe la tierra;
Vencida, es el abismo del cosmos:
Por siempre, en su triunfo y en sus derrotas,
Emerge gigantesca, suena su grito y brilla su nombre,
Y la claridad que da su faz en la noche
¡Irradia a lo lejos, hacia los mundos!

¡Oh siglo tras siglo sobre ella!     

 

En definitiva, ofrecen Las ciudades tentaculares, de Émile Verhaeren, un testimonio de gran potencia lírica, de la actividad febril en una metrópolis del siglo XIX, que por momentos parece describir cualquier gran ciudad contemporánea.

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