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El principio de La peste, de Albert Camus

Un libro duro e intenso que llama a la reflexión.

27 de marzo de 2024. Estandarte.com

Qué: El principio de La peste Autor: Albert Camus Año: 1947

La peste, de Albert CamusLa peste es un libro intenso y duro. Desde que el doctor Bernard Rieux tropieza con las primeras ratas –una muerta, otra viva– hasta el fin de la epidemia, Albert Camus (Mondovi, Argelia, 1913-Villeblerin, Francia, 1960) va relatando con una objetiva sobriedad el discurrir de la enfermedad, la rapidez del contagio, la desbandada de quienes escapan de la epidemia; el egoísmo y la solidaridad; el miedo, la impotencia… Vemos cómo la peste ocupa las calles, desborda las previsiones, deja inermes a las autoridades y echa sobre los hombros de los médicos una labor ingente y agotadora. La historia nos acerca a los temores, ilusiones, penurias y diferencias de sus tres principales protagonistas: el doctor Rieux, que se mueve entre la impotencia, la entrega y la desesperación, el padre Paneloux, con el que mantiene serias discrepancias, y su amigo Jean Tarrou, tan volcado como él con los enfermos. La peste saca a relucir los efectos, para bien o para mal, que una plaga puede tener sobre la población, y lleva a reflexionar sobre la existencia, el valor de la persona, o el ateísmo.

A modo de crónica, Albert Camus describe la vida de una ciudad, no distinta a otras muchas –como afirma el narrador–, pero en la que, y ahí está la diferencia, la enfermedad y la muerte carecen de la calma, la soledad y el silencio imprescindibles para ese trance. Y es en esa ciudad, frívola, ruidosa y activa, donde la peste se adueña de la situación y deja inermes a sus habitantes.

En este relato minucioso, diseñado día a día, semana a semana, Camus elogia el trabajo desinteresado, repele el mal y todo aquello que pueda denigrar a las personas, y nos hace partícipes de una de sus máximas más preciadas: “En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Un libro, un clásico, un ejemplo, en fin, que hoy leemos con un interés renovado:

Los curiosos acontecimientos que constituyen el tema de esta crónica se produjeron en el año 194… en Orán. Para la generalidad estaban allí fuera de lugar, se salían un poco de lo corriente. A primera vista Orán es, en efecto, una ciudad corriente, una prefectura francesa en la costa argelina y nada más.

La ciudad, en sí misma, hay que confesarlo, es fea. Su aspecto es tranquilo y se necesita cierto tiempo para percibir lo que la hace diferente de las otras ciudades comerciales de cualquier latitud. ¿Cómo sugerir, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde no hay aleteos ni susurros de hojas, un lugar neutro, en una palabra? El cambio de las estaciones solo se puede notar en el cielo. La primavera se anuncia únicamente por la calidad del aire o por los cestos de flores que traen a vender los muchachos de los alrededores; una primavera que se vende en los mercados. Durante el verano el sol abrasa las casas resecas y cubre los muros con una ceniza gris, se llega a no poder vivir más que a la sombra de las persianas cerradas. En otoño, en cambio, un diluvio de barro. Los días buenos solo llegan en invierno.

El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se mueve. En nuestra ciudad, por efecto del clima, todo ello se hace igual, con el con el mismo aire frenético y ausente. Es decir, que se aburre uno y se dedica a adquirir hábitos. Nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero siempre para enriquecerse. Se interesan sobre todo por el comercio, y se ocupan principalmente, según propia expresión, de hacer negocios. Como es natural, les gustan las expansiones simples: las mujeres, el cine y los baños de mar. Pero, muy sensatamente, reservan los placeres para el sábado después del mediodía y el domingo, procurando los otros días de la semana hacer mucho dinero. Por las tardes, cuando dejan sus despachos, se reúnen a una hora fija en los cafés, se pasean por un determinado bulevar o se asoman al balcón. Los deseos de la gente joven son violentos y breves, mientras que los vicios de los mayores no exceden de las francachelas, los banquetes de camaradería y los círculos donde se juega fuerte al azar de las cartas.

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