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El principio de Ágata ojo de gato
Recordando a José Caballero Bonald con esta novela, la preferida de su autor.
10 de noviembre de 2024. Estandarte.com
Qué: El principio de Ágata ojo de gato
Dibujado sobre un territorio donde es fácil adivinar el paisaje del Coto de Doñana, José Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926-Madrid, 2021) relata en esta asombrosa novela, Ágata ojo de gato, la colonización de un espacio salvaje por gentes venidas de muy lejos, que dará paso a enfrentamientos abocados a la tragedia. Según la sinopsis de Seix Barral (que la edita en su colección Biblioteca Breve), era la obra predilecta de Caballero Bonald.
La belleza de las palabras, la riqueza descriptiva que descubrimos a lo largo de Ágata ojo de gato, nos hace participar, como si lo estuviéramos viendo y viviendo, en el arduo trabajo que enfrenta al hombre con una naturaleza hostil, a la que debe vencer para seguir adelante, pero a la que no logrará quitar su esencial protagonismo.
Es el entorno, su dureza, su agresividad, la variedad inmensa del paisaje, quien domina un relato esencialmente ligado al modo y estilo de un Caballero Bonald, que envuelve y relata esta singular historia con enorme preciosismo.
Novelista, ensayista y, sobre todo, poeta, Caballero Bonald, perteneciente –como Francisco Brines, Jaime Gil de Biedna, José Agustín Goytisolo, Sánchez Ferlosio, Ángel González, Ana María Matute o Carmen Martín Gaite– a la Generación de los 50, deja una extensa obra con títulos tan significativo como Examen de ingenios, Desaprendizajes, Oficio de lector, Entreguerras, Somos el tiempo que nos queda o En la casa del padre.
Ha recibido a lo largo de su extensa carrera reconocimientos como el Premio Cervantes, los premios de poesía Platero y Buscón; los de narrativa Biblioteca Breve y Plaza Janés y, en tres ocasiones, el Premio de la Crítica, dos como poeta y una como novelista, otorgada precisamente a esta novela que ahora recordamos y en cuyo comienzo nos detenemos.
Llegaron desde más allá de los últimos montes y levantaron una hornachuela de brezo y arcilla en la ciénaga medio desecada por la sedimentación de los arrastres fluviales. Jamás entendió nadie por qué inconcebibles razones bajaron aquellos dos errabundos –o extraviados– colonos desde sus nativas costas normandas hasta unos paulares ribereños donde, si lograban escapar del paludismo o la pestilencia, sólo iban a poder malvivir de la difícil caza del gamo en el breñal o de la venenosa pesca del congrio en los caños pútridos. El caserío más próximo caía al otro lado de lo que fue laguna (y ya marisma) de Argónida, y era de gentes que acudían por temporadas al sanguinario arrimo de los mimbrales, mientras que más al sur, hacia los contrarios rumbos del delta primitivo, bullía la secta de las almadrabas, el mundo suntuoso y enigmático al que sólo se podía ingresar a través de navegaciones fraudulentas o pactos ilegítimos con los patrones de los atuneros.
Nadie supo de los normandos ni los vio bregar por la marisma hasta bastante después de su insólita llegada. Debieron de luchar a brazo partido contra la salvaje tiranía de los médanos y la bronca resistencia del terreno a dejarse engendrar. Una costa salina, compacta y tapizada de líquenes, que rompía en concoideas de pedernal al ser golpeada por el azadón, les fue metiendo en las entrañas como una progresiva réplica a aquella reciedumbre y a aquella misma crueldad. Con asnos cimarrones cazados a lazo y domesticados por hambre, fueron acumulando guano y tierra de aluvión sobre la marga que ya habían conseguido sacar a flote entre las brechas del salitre. No sembraron cereales ni legumbres ni plantas solanáceas (cuya cohabitación con el esquilmado subsuelo tampoco habría sido posible), sino momificadas simientes de hierbas salutíferas que habían traído con ellos, conservados en viejos pomos de botica y como única hereditaria manda, desde sus bancales nórdicos.[...]
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