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El inicio de Libertad, de Jonathan Franzen

Comienza a leer uno de los mejores libros de 2011.

08 de enero de 2012. Estandarte

Qué: El inicio de Libertad Autor: Jonathan Franzen Editorial: Salamandra

El inicio de Libertad, de Jonathan Franzen, la novela del año 2011 para muchos medios (también una de nuestras favoritas, como ya te contamos en Los mejores libros de 2011), te deja con la miel en los labios, como todo buen inicio. Muchas pistas sobre el retrato que más adelante despliega sobre la sociedad americana actual están ya en esas líneas. Si eres de los que aún no la han leído, empieza por aquí...

La noticia sobre Walter Berglund no apareció en la prensa local -Patty y él se habían trasladado a Washington dos años antes, y en Saint Paul ya no contaban para nadie-, pero la aristocracia urbana de Ramsey Hill no era tan leal a su ciudad como para privarse de leer el New York Times. Según un largo y nada halagüeño artículo de este periódico, Walter había arruinado su vida profesional allá en la capital de la nación. Sus antiguos vecinos tenían ciertas dificultades para conciliar los apelativos que utilizaba el Times para describirlo (“arrogante”, “prepotente”, “éticamente dudoso”) con el rubicundo, risueño y generoso empleado de 3M al que recordaban pedaleando bajo la nieve de febrero por Summit Avenue, camino de la oficina; resultaba extraño que Walter, más verde que los Verdes y él mismo de origen rural, tuviera ahora problemas por actuar en connivencia con la industria del carbón y abusar de la gente del campo. Aunque, la verdad sea dicha, con los Berglund siempre había habido algo que no terminaba de encajar.

Walter y Patty fueron los jóvenes pioneros de Ramsey Hill: los primeros graduados universitarios en comprar una vivienda en Barrier Street desde que tres décadas antes el antiguo corazón de Saint Paul se viera sumido en tiempos difíciles. Compraron su casa victoriana a precio de saldo y luego, durante diez años, se dejaron la piel reformándola. Ya al principio, alguien muy decidido le prendió fuego al garaje y forzó un par de veces la cerradura del coche antes de que consiguieran reconstruirlo. Moteros de piel curtida invadían el solar del otro lado del callejón trasero para beber cerveza Schlitz y asar unas knockwurst y hacer rugir los motores a altas horas de la madrugada, hasta que Patty salía en chándal y les decía: “eh, tíos, ¿sabéis qué os digo?” Patty no asustaba a nadie, pero había sido una destacada atleta en el instituto y la universidad y poseía la audacia típica de los atletas. Desde su primer día en el barrio llamó inevitablemente la atención. Alta, con coleta, absurdamente joven, empujando un cochecito de bebé entre coches desguazados y botellas de cerveza rotas y nieve salpicada de vómito, podría haber llevado toda su jornada en las bolsas de redecilla que colgaban del cochecito. Tras ella se adivinaban los preparativos con el engorro de un bebé para toda una mañana de recados con el engorro de un bebé; por delante, una tarde de radio pública, el popular recetario Silver Palate Cookbook, pañales de tela, masilla tapajuntas y pintura de látex; luego Buenas noches, luna, y luego una copa de zinfandel. Ella era ya en sentido pleno aquello que en el resto de la calle no había hecho más que empezar.

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