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El comienzo de El corazón de las tinieblas

Un viaje hacia lo más negro y profundo de la maldad con Joseph Conrad.

14 de febrero de 2024. Estandarte.com

Qué: El comienzo de El corazón de las tinieblas Autor: Joseph Conrad

En 1888 Joseph Conrad (Berdichev, la Ucrania polaca de entonces, 1857–Bishopbourne, Reino Unido, 1924) viajó al Congo, descubrió las atrocidades, el maltrato, la impiedad, el desprecio que ejercía el duro régimen del rey Leopoldo II de Bélgica sobre la población negra. Aquella nefasta experiencia fue el detonante que puso en marcha El corazón de las tinieblas, una extraordinaria novela, inmune al paso de los años, que narra en primera persona, la de su protagonista –Marlow–, el largo camino que recorre remontando el río Congo en busca de Kurtz, un agente comercial enfermo al que va a relevar. En esta travesía, en la que los límites entre civilización y primitivismo se diluyen, ve y describe la explotación, el genocidio y la maldad en su expresión más atroz. Contada de forma vibrante y realista, con un lenguaje lleno de personalidad gracias al uso de una lengua –la inglesa– que no era la suya, el autor nos lleva a captar la atmósfera y la psicología de sus personajes, a vivir la dura experiencia de un terrible viaje y dejarnos mecer por el espíritu de aventura y el amor a la navegación que caracteriza toda su obra. El relato tiene un previo en el capítulo inicial donde otro narrador da a conocer a Marlow y su afición a contar historias con lo que da paso a este enorme relato que pone en tela de juicio lo que fue el colonialismo europeo.

“La ‘Nellie’, una pequeña yola de crucero, se inclinó hacia su ancla, sin el menor aleteo de las velas, y quedó inmóvil. La marea había subido, el viento estaba casi en calma y, puesto que se dirigía río abajo, lo único que la embarcación podía hacer era echar el ancla y esperar a que bajara la marea.

La desembocadura del Támesis se extendía ante nosotros como el principio de un interminable canal. En la lejanía, el mar y el cielo se soldaban sin juntura, y en el espejo luminoso las curtidas velas de las gabarras empujadas por la corriente parecían inmóviles racimos rojos de lona, de afilada punta, con reflejos de barniz. Una neblina descansaba sobre las tierras bajas que se adelantaban en el mar hasta desaparecer. El aire sobre Gravesend era oscuro, y un poco más allá parecía condensarse en una lúgubre penumbra que se cernía inmóvil sobre la ciudad más grande de la tierra.

El director de las compañías era nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos su espalda con afecto, mientras se mantenía de pie en la proa mirando hacia el mar. No había nada en todo el río que tuviera un aspecto más náutico. Parecía un práctico, que es lo más digno de confianza que hay para un marinero. Era difícil hacerse a la idea de que su trabajo no estaba allí fuera, en el estuario luminoso, sino detrás, en la ominosa penumbra.

Entre nosotros existía, como ya he dicho en algún otro lugar, el vínculo de la mar, que, además de mantener unidos nuestros corazones durante largos periodos de separación, tenía la virtud de hacernos tolerantes para con las historias, e incluso las convicciones, de cada cual. El abogado –el mejor de los viejos compañeros– tenía, debido a sus muchos años y virtudes, la única almohada de la cubierta, y estaba echado en la única manta. El contable había sacado ya un dominó y jugaba a las fichas. Marlow estaba sentado en popa con las piernas cruzadas, apoyado en el palo de mesana. Tenía las mejillas hundidas, la tez amarillenta, la espalda erguida, aspecto de asceta, y, con los brazos colgando y las palmas de las manos hacia afuera, parecía un ídolo. Una vez comprobado que la embarcación estaba bien anclada, el director se dirigió a popa y se sentó entre nosotros. Intercambiamos unas palabras perezosamente. Después todo quedó en silencio a bordo del yate. Por alguna razón no iniciamos la partida de dominó. Nos sentíamos meditabundos, incapaces de hacer nada, excepto dejar vagar nuestra mirada plácidamente. El día se acababa con una serenidad de tranquila e intensa brillantez. El agua relucía apacible; el cielo, sin una mancha, era una dulce inmensidad de luz inmaculada; incluso la bruma sobre las marismas de Essex era como un tejido brillante y trasparente colgado de las boscosas colinas del interior y revistiendo las costas bajas de pliegues diáfanos. Solo la oscuridad al Oeste, cerniéndose sobre el curso alto del río, se hacía más sombría por instantes, como irritada por la proximidad del sol.

Y por fin, en su caída curvada e imperceptible, el sol descendió, y de un resplandor blanco pasó a un rojo opaco, sin rayos y sin calor, como si estuviera a punto de extinguirse, herido de muerte por el contacto con aquella penumbra que se cernía sobre una multitud de hombres.”

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