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El principio de Ivanhoe, de Walter Scott

Celebrando esta gran novela histórica y de aventuras.

20 de febrero de 2024. Estandarte.com

Qué: El principio de Ivanhoe, de Walter Scott

Con el descriptivo y minucioso comienzo que leeremos líneas abajo, Walter Scott (Edimburgo, 1771-Abbotsford House, Melrose, 1832) nos sitúa en un momento, un lugar, una época y un paisaje concretos. Al escribir Ivanhoe (1820) deja Escocia y a sus héroes escoceses y se adentra en la Inglaterra medieval de finales del siglo XII, en un reino que vive el fracaso de la Tercera Cruzada y el enconamiento entre sajones y normandos (vencidos y vencedores).

Nos mete en un mundo de aventuras, torneos, asaltos, amores y traiciones, donde conviven personajes reales como Ricardo I (Ricardo Corazón de León)Juan I, (Juan sin Tierra) con otros fruto de la imaginación: Wilfredo de Ivanhoe, caballero medieval, partidario del normando Ricardo Corazón de León; su padre, Cedric, sajón, hombre de trato difícil; el templario Brian de Bois-Guilbert; dos mujeres en liza, Rebecca Lady Rowena; el judío Isaac York, padre de Rebecca; vasallos como el bufón Wamba y el porquerizo Gurth…

También  el legendario Robin Hood, inicialmente bajo el nombre de Locksley, forma parte de la historia y da paso a la leyenda de un personaje que roba a los ricos para proteger a los pobres y lucha sin descanso contra la injusticia.

Fue Ivanhoe uno de esos grandes libros de aventuras que junto a Waverley, Rob Roy o Quintin Durward entusiasmó –y esperamos vuelva a entusiasmar– a gran número de apasionados lectores juveniles, que convirtió a Walter Scott en un autor universal y lo proclamó, además, creador de la novela histórica.

Un género, hoy en continuo auge (recordamos a Pérez Reverte, Posteguillo, Asensi…), que el autor debía considerar menor, ya que firmó las novelas con seudónimo por temor a perder el prestigio conseguido con sus poemas. Un grave error de apreciación ya que tanto el lenguaje –rico, vivo cuidado– y la agilidad de la trama, como la puesta en escena y la documentación (conocía mil leyendas y canciones populares) cautivan al lector, sin dejarle abandonar el libro hasta el punto final.

Poesía, teatro, novelas, cuentos cortos, ciclos de relatos como Relatos de los cruzados o Historias de mi posadero (donde, entre otros, encontramos “La novia de Lammermoor” inspiradora de la maravillosa música con la que Donizzetti traslada al escenario esa trágica historia), forman parte de la prolífica obra de un autor, figura del Romanticismo inglés, admirado por Goethe y amante de su tierra que con su literatura rescató la esencia de Escocia defendiendo el uso del tartán, lengua, música y costumbres tantas veces reprimidas.

Y este es el comienzo:

«En el venturoso reino de Inglaterra, la hermosa comarca surcada por las aguas del río Don albergaba, hace siglos, un gran bosque que cubría la mayor parte de la bellas colinas y valles comprendidos entre Sheffield y la agradable ciudad de Doncaster. Lo que queda de aquel magnífico bosque todavía puede admirarse desde los ilustres lugares de Wenyworth, Warncliff Park o desde los alrededores de Rotherdham. Es en este lugar donde, desde tiempos muy remotos, se cree que se escondía el Dragón Wantley, donde se libraron algunas de las más duras batallas de la guerra de las Rosas y donde, además, prosperaron los legendarios y galantes bandidos cuyas hazañas fueron recogidas en canciones populares inglesas.

Así pues, este será el escenario de nuestra historia, que se remonta al reinado de Ricardo I, cuando su regreso tras un largo cautiverio era anhelo de unos súbditos sometidos, en aquel entonces, a una terrible opresión. Los nobles, que habían multiplicado su poder durante el reinado de Esteban y a los que ni siquiera la prudencia de Enrique II había podido contener, llevaban sus privilegios más allá de sus derechos, despreciaban las tímidas amonestaciones del Consejo de Estado, fortificaban sus castillos, incrementaban el número de sus servidores y vasallos, y se afanaban por conseguir más poder y por colocarse a la vanguardia de las fuerzas que podían llevarlos hasta el trono, lugar que necesitaba urgentemente ser ocupado de nuevo.

La situación para la baja nobleza y los burgueses ilustres, también llamados franklines y exentos en la Constitución inglesa de todo vasallaje, se había vuelto inusitadamente precaria. Si, como hacía la mayoría de ellos, pedían protección a alguno de los reyezuelos vecinos, debían aceptar todo tipo de obligaciones feudales con su protector, atenerse a los tratos o alianzas establecidos o apoyar sus iniciativas si querían disfrutar de alguna tranquilidad. Sin embargo, ello les costaba sacrificar su independencia, tesoro extremadamente preciado por todo caballero inglés, y el riesgo de verse envueltos en cualquier expedición promovida por las ambiciones del poderoso aristócrata al que estaban ligados. Por otra parte, era tal la arrogancia y la temeridad de estos barones, que, si alguno de sus vecinos menos poderosos se atrevía a desestimar su autoridad, no dudaban en perseguirlo y acosarlo con tal de que se sometiera.»

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