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El inicio de 'La princesa prometida'

La obra de amor verdadero tiene un comienzo que juega al despiste.

28 de marzo de 2024. Estandarte.com

Qué: El inicio de La princesa prometida Autor: William Goldman Traducción: Celia Filipetto, Cristina Martínez y Mar Vidal

El comienzo de La princesa prometidaPara muchos, La princesa prometida es el mejor ejemplo de novela de amor y de aventuras. Incluye, además muchos y variados ingredientes: juramentos, traiciones, venganzas, huidas, encuentros…

Pues bien, ninguno de ellos se encuentra presente en el principio. Así lo ideó William Goldman que en esa primera parte se convierte en protagonista y explica una especie de “cómo se hizo” de esta novela, publicada por Ático de los Libros para conmemorar su 45º aniversario.

En un comienzo que juega al despiste, el narrador habla de cómo siendo niño lo único que le interesaban eran los deportes; de cómo, tras pasar por el hospital y estando muy debilitado, su padre le leía fragmentos escogidos de un libro titulado La princesa prometida, de un tal S. Morgenstern; y de cómo, muchos años después, una vez descubierta la pasión por la lectura y la escritura, y descubierta también la “trampa” de su padre, le propuso a su editor compendiar la obra y volver a publicar “la versión de las partes buenas” de aquel libro.

Esa es la versión donde aparecen Buttercup, Westley, Vizzinio Fezzik, pero hasta llegar a ese otro principio, así es como quiso William Goldman empezar su libro, hablando de él y de su historia:  

Este es el libro que más me gusta de todo el mundo, aunque nunca lo he leído.

¿Cómo puede ser semejante cosa? Haré lo imposible por explicarlo. Cuando era niño, los libros no me interesaban nada. Detestaba leer, no se me daba nada bien y, además, ¿cómo dedicarme a la lectura cuando había montones de juegos esperándome? El baloncesto, el béisbol, las canicas: era incansable.

Incluso llegué a ser bastante bueno. Si me daban una pelota y un patio vacío, era capaz de inventarme triunfos en el último segundo, triunfos que hacían saltar las lágrimas. El colegio era una tortura. La señorita Roginski, que fue mi maestra desde los cursos tercero al quinto, no paraba de decirle a mi madre: «Tengo la impresión de que Billy no se esfuerza lo suficiente». O: «Cuando le pongo un examen, Billy lo hace realmente muy bien, sobre todo si tenemos en cuenta su actitud en clase». O, con más frecuencia: «Señora Goldman, no sé qué vamos hacer con Billy».

«¿Qué vamos a hacer con Billy?». Esa pregunta me persiguió durante aquellos primeros diez años. Fingía que no me importaba, pero en el fondo me sentía petrificado. Todo el mundo y todas las cosas me dejaban de lado. No tenía amigos de verdad, ni una sola persona que compartiera conmigo mi desmesurado interés

por los deportes. Parecía ocupado, muy ocupado, pero supongo que, de apurarme, habría reconocido que, a pesar de tanto frenesí, me encontraba muy solo.

—¿Qué vamos a hacer contigo, Billy?

—No lo sé, señorita Roginski.

—¿Cómo es posible que suspendieras esta prueba de lectura?

Yo misma te he escuchado utilizar cada palabra con mis propios oídos.

—Lo siento, señorita Roginski. A lo mejor es porque no estaba pensando.

—Siempre estás pensando, Billy. La cuestión es que no estabas pensando en la prueba de lectura.

Lo único que podía hacer era asentir.

—¿Qué ha ocurrido esta vez?

—No lo sé. No me acuerdo.

—¿Estarías otra vez pensando en Stanley Hack?

(Stanley Hack era el tercer base de los Cubs de esa y muchas otras temporadas. Lo había visto jugar en una ocasión, desde las gradas, e incluso a esa distancia tenía la sonrisa más dulce que había visto jamás; hasta el día de hoy, juraría que me sonrió varias veces. Lo adoraba. Además, bateaba como los dioses).

—No, en Bronko Nagurski. Es un jugador de fútbol. Un gran jugador, y el periódico de anoche decía que a lo mejor vuelve a jugar otra vez para los Bears. Se retiró cuando yo era pequeño. Pero si volviera y si yo lograse que alguien me llevase a un partido, podría verlo jugar y, a lo mejor, si quien me llevara lo conociese, tal vez lograría que me lo presentasen después, y a lo mejor, si tuviese hambre, podría invitarle a un bocadillo de los míos. Trataba de imaginarme qué tipo de bocadillo le gustaría a Bronko Nagurski.

La señorita Roginski se hundió en el asiento.

—Tienes una imaginación soberbia, Billy.
No sé qué le contesté. Probablemente «gracias» o algo por el estilo.

—Aunque no logras sacarle partido —prosiguió—. ¿Por qué será?

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