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El comienzo de 'Un cuarto propio'

Recordamos a Virginia Woolf con una de sus obras más famosas.

25 de enero de 2024. Estandarte.com

Qué: El principio de Un cuarto propio (o Una habitación propia). Autora: Virginia Woolf. Traductor: Jorge Luis Borges. Editorial: Lumen. Año: 1929. Páginas: 128. Precio: 19,90 € (papel) y 11,99 € (libro electrónico).

«Para escribir novelas, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio». Virginia Woolf escribió novelas, relatos, libros de no ficción y obras de teatro, gracias a que cumplió los deseos de Un cuarto propio (1929), uno de sus libros más célebres.

Logró convertirse en una escritora de referencia gracias a su talento, a su inteligencia y a un discurso innovador en su época: distinto a quienes le precedieron, pero distinto también a aquellos escritores que escribieron con ella.

Adeline Virginia Stephen, Virginia Woolf, nació el 25 de enero de 1882 en Kensington, hoy un barrio de Londres. Hija del polifacético sir Leslie Stephen —biógrafo, ensayista, historiador, montañero y novelista— y Julia Prinsep Jackson, modelo para los pintores prerrafaelitas.

La implicación del matrimonio Stephen en la cultura de su época permitió que Virginia —y su hermana, que se convertiría en la pintora Vanessa Bell— conociera en su infancia a figuras como los escritores Henry James, Thomas Hardy o Alfred Tennyson, o la fotógrafa Julia Margaret Cameron, tía de su madre. Huérfana de padre y de madre con apenas veinte años, para entonces Virginia Woolf —aún Stephen— se enfrentaba a frecuentes depresiones y un trastorno bipolar.

Tras la muerte del padre, en 1905, los hermanos Stephen vendieron la casa familiar y se trasladaron al barrio de Bloomsbury. Allí comenzaron a relacionarse con los principales intelectuales de la época, miembros o afines al círculo de Bloomsbury: el escritor E. M. Forster, el economista J. M. Keynes o los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, y más tarde la pintora Dora Carrington, los escritores y críticos Clive Bell —que se convertiría en su cuñado—, Rupert Brooke, Duncan Grant, Saxon Sydney-Turner, Lytton Strachey y Leonard Woolf, con quien Virginia Woolf se casaría en 1912. Juntos fundarían, cinco años más tarde, la editorial Hogarth Press: en ella publicarían a T. S. Eliot, Sigmund Freud o Katherine Mansfield.

Virginia Woolf había publicado ya su primera novela, Fin de viaje (1915), que pasó desapercibida. Le seguirían Noche y día (1919), El cuarto de Jacob (1922), y a partir de entonces muchos títulos míticos: La señora Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando (1928), Las olas (1931), Los años (1937) y Entre actos (1941), entre otros títulos de narrativa —cultivó el relato— y no ficción, abarcando las falsas biografías, el articulismo, el ensayo (a este género pertenece Un cuarto propio), la crítica y la literatura memorialística.

Se suicidaría el 28 de marzo de 1941, llenando sus bolsillos de piedras y lanzándose al río Ouse, cerca de la casa que el Blitz —el bombardeo del Reino Unido por parte de los nazis durante 1940 y 1941— había destruido.

Hemos querido recordarla con un fragmento de Un cuarto propio (1929), uno de los libros fundacionales —y fundamentales— del feminismo del siglo XX, en el que reivindica la libertad y la independencia de la mujer.

No se trata de «un alegato furibundo contra los hombres», como definen desde Lumen —la editorial que lo publica en España, con traducción del mítico Jorge Luis Borges—, sino que pone sobre la mesa «unos temas que aun hoy son objeto de debate, como la dependencia económica de la mujer con respecto al hombre, el cuidado de una familia y la figura de la mujer como musa inspiradora del artista pero con poca presencia en la práctica de la creatividad».

«Pero, dirán ustedes, nosotros le pedimos que hablara sobre las mujeres y la novela, ¿qué tendrá eso que ver con un cuarto propio? Intentaré explicarlo. Cuando me pidieron que hablase sobre las mujeres y la novela me senté en la orilla de un río y me puse a pensar lo que esas palabras querrían decir. Podían significar simplemente unas observaciones sobre Fanny Burney; otras sobre Jane Austen; un tributo a las Brontë y un esbozo de la casa parroquial de Haworth bajo la nieve; algunas eventuales ironías sobre Miss Mitford; una respetuosa alusión a George Eliot; una referencia a Mrs. Gaskell y asunto concluido. Pero repensándola bien, la empresa no me pareció tan sencilla. El tema Las mujeres y la novela puede querer decir, y ustedes pueden querer que quiera decir, las mujeres y lo que parecen; o si no las mujeres y las novelas que escriben; o tal vez las mujeres y las novelas que se escriben sobre ellas; o esas tres cosas inextricablemente mezcladas, y esto último puede ser lo que ustedes quieren que estudie.

Pero, al disponerme a adoptar esa interpretación, que me parecía la más interesante de todas, pronto advertí que tenía una desventaja fatal. Nunca podría llegar a una conclusión. Nunca podría cumplir lo que es, entiendo, el primer deber de un conferenciante: ofrecerles después de una hora de charla una pepita de verdad pura, que ustedes envolverían en las hojas de sus libretas y guardarían eternamente sobre el mármol de la chimenea. Sólo puedo ofrecerles una opinión sobre un tema menor: para escribir novelas, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio; y eso, como ustedes verán, deja sin resolver el magno problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la novela.

He eludido el deber de arribar a una conclusión; las mujeres y la novela son dos problemas que no he resuelto. Pero en compensación trataré de mostrarles cómo he llegado a esa opinión sobre el dinero y el cuarto propio. Voy a desarrollar ante ustedes, con toda la plenitud y franqueza posibles, el proceso mental que me condujo a ella. Si expongo las ideas o los prejuicios que respaldan esa tesis, ustedes acabarán por reconocer que ellas tienen alguna relación con las mujeres y la novela. Sea lo que fuere, cuando un tema es muy discutible —y cualquier tema donde interviene el sexo lo es— nadie puede esperar decir la verdad. Sólo es posible referir de qué modo se llega a una opinión. Sólo es posible dar al auditorio la oportunidad de formarse opiniones individuales, al observar las limitaciones, los prejuicios, las idiosincrasias del conferenciante. En este caso los hechos son menos verdaderos que la ficción. Por eso, aprovechando todas las libertades y licencias del novelista, les contaré la historia de los dos días que precedieron a mi llegada: cómo, agobiada por el peso del tema que ustedes han cargado sobre mis hombros, lo repensé y lo entreveré con mi vida diaria. No preciso decir que lo que voy a describir no tiene existencia: Oxbridge es una invención, Fernham también, «yo» no es más que un símbolo cómodo para alguien que no existe realmente. De mis labios fluirán mentiras, pero tal vez se mezclará con ellas alguna verdad; a ustedes les toca buscar esta verdad y resolver si vale la pena guardarla. Si no, claro que arrojarán el conjunto al canasto de los papeles y lo olvidarán para siempre.

Ahí estaba yo (díganme Mary Beton, Mary Seton, Mary Carmichael, o el nombre que se les antoje —todo es igual—), sentada a la orilla de un río, hace un par de semanas, en el hermoso tiempo de octubre, absorta en mi pesar. Ese yugo de que les hablé —las mujeres y la novela, la obligación de resolver de alguna manera un problema que despierta tantas pasiones y prejuicios— doblaba mi cabeza hacia el suelo. A derecha e izquierda, unas malezas coloradas y de oro brillaban con un tinte de fuego, y hasta parecían arder con un calor igual. En la ribera opuesta, lloraban los sauces en perpetua lamentación, la cabellera desatada sobre los hombros.

El río reflejaba lo que quería de cielo y puente y árboles ardiendo, y cuando el estudiante había deslizado su bote por los reflejos, éstos se juntaban de nuevo, absolutamente, como si él no hubiera existido nunca. Ahí, mientras las horas giraban en el reloj, uno podía ensimismarse en su pensamiento. El pensamiento —para darle un nombre más orgulloso del que merecía— había hundido su línea en la corriente. Oscilaba, minuto tras minuto, de un punto a otro entre los reflejos y los yuyos, dejándose levantar y hundir por el agua, hasta —ustedes ya conocen el tironcito— la brusca aglomeración de una idea en la punta del aparejo, y después la subida cautelosa y la cuidadosa atracción. Ay de mí, qué insignificante y pequeño parecía ese pensamiento mío en el césped: el pez que un buen pescador restituye al agua para que engorde, y algún día valga la pena cocinarlo y comerlo. No quiero molestarlos ahora con ese pensamiento; si se fijan bien, ya lo descubrirán en lo que diré.

Pero por pequeño que fuera, tenía sin embargo esta propiedad misteriosa: restituido a la mente, se transformó de golpe en algo muy interesante y preciso, y al hundirse y dardear y zigzaguear y chisporrotear, promovió tal remolino de ideas que me fue imposible estar quieta. Fue así como me encontré caminando con suma rapidez por un cantero de césped. Inmediatamente la figura de un hombre se me cruzó. Al principio no comprendí que esas agitaciones de un objeto rarísimo, con un frac y camisa de etiqueta, se dirigían a mí. Su cara manifestaba indignación y horror. El instinto más bien que la razón vino en mi ayuda: él era un Bedel; yo una mujer. Éste era el césped; aquél el camino. Sólo el Profesorado y el Magisterio pueden andar por aquí; el pedregullo es mi lugar. Esos pensamientos fueron la obra de un instante. En cuanto regresé al camino, los brazos del Bedel descendieron, la cara se calmó y aunque mejor es pisar césped que pisar pedregullo, nada irreparable había sucedido. La única querella que yo pude haber entablado contra el Profesorado y el Magisterio de aquel colegio era que para proteger su césped, alisado durante trescientos años, habían espantado mi pescadito».

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