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Vida y obra de Fray Luis de León

Humanista, teólogo y escritor, su obra refleja el espíritu del Renacimiento.

14 de febrero de 2024. Estandarte.com

Qué: Biografía de Fray Luis de León

“Decíamos ayer…”. Cierta o no, la frase está por siempre unida a Fray Luis de León. Cuentan –otra suposición– que la pronunció al retomar sus clases en la Universidad de Salamanca después de pasar casi cinco años en prisión.

Envidias y rencillas de pasillos; un sistema de oposición a cátedra propenso a los sobornos; la rivalidad entre agustinos y dominicos y las duras discrepancias sobre la aproximación a las Sagradas Escrituras fueron el caldo de cultivo que culminó con su encarcelamiento a raíz de la denuncia de León de Castro que lo acusaba de haber traducido el Cantar de los Cantares a la lengua vulgar, prohibida por el Concilio de Trento, y de optar por la versión hebrea del Antiguo Testamento frente a la latina –la oficial–, razón por la cual también fueron denunciados Gaspar de Grajal y Martín Martínez de Cantalapiedra. La absolución de los tres encausados llegó tarde para Grajal. Murió en la cárcel antes de cerrarse su proceso.

Esta dura experiencia fortaleció aún más el carácter, ya de por sí fuerte, de esta figura del Renacimiento español, genuino representante del ascetismo, gran humanista, catedrático, religioso y prestigioso hombre de letras, que dejó un legado literario y vital de extraordinario valor.

Aunque ligado a la ciudad y la universidad de Salamanca, Luis de León nació en Belmonte (Cuenca) en 1527, hijo de Lope de León y de Inés de Varela, una familia acomodada de ascendientes conversos. Madrid, Valladolid y Granada, por razones de los cargos de su padre, abogado, fueron el escenario de sus primeros años, hasta que en 1541 lo envían a estudiar a Salamanca con la intención de hacer de él un hombre de leyes.

No fue ese el camino elegido por el joven estudiante, sino el de la religión. Así, al poco de llegar a Salamanca, ingresa en el convento de los Agustinos y profesa en 1544. Al tiempo y con la intención de dedicarse a la docencia universitaria, comienza los estudios y va subiendo los peldaños académicos que, a partir del bachillerato, culminan con los títulos de licenciado y de maestro en teología, con los que puede dedicarse a la enseñanza, que imparte en distintas cátedras de Teología, hasta que en 1572 tuvo lugar la acusación y su encarcelamiento en prisiones de la Inquisición. Durante ese tiempo de encierro, Fray Luis, convencido de su inocencia preparó su defensa amparándose en textos fundamentados en la teología. Años después, llega la sentencia absolutoria, aunque no sin dejar de advertirle que en lo sucesivo debe tener moderación y prudencia en el modo de tratar casos y materias para evitar todo escándalo y error.

De nuevo en Salamanca, oposita y gana la cátedra de Filosofía Moral en 1578 y un año más tarde consigue la de Sagrada Escritura, su verdadera aspiración. Y fue en la Biblia, en su amor por ella, donde encontró una de sus mejores fuentes de inspiración.

La Biblia, los clásicos latinos –de forma singular Horacio–, la influencia de los versos de Petrarca, en los que se inspira, no para hablar del amor humano como hace el poeta italiano, sino para escribir una poesía impregnada de sentido religioso, son el soporte sobre el que Fray Luis creó una obra que lo consagró como un gran escritor en prosa, como uno de los mejores poetas españoles, y como quien, junto a Garcilaso de la Vega, trasladó a la lengua castellana las corrientes literarias renacentistas.

No fue muy abundante su obra original en verso –apenas llegan a cuarenta poemas– (aunque sí lo fueron las traducciones al castellano de textos latinos, italianos y bíblicos); ni se publicaron mientras vivió –iban de boca en boca– y cuando al fin salieron a la luz fue gracias a Quevedo que los editó en 1637 para contraponerlos a la corriente, conocida como culturanismo, que imponía Góngora. En todos ellos vemos la necesidad de llegar a Dios, de no dejarse atar por preocupaciones, de alejarse de la vanidad o el deseo de poder; en su poesía retrata el ansia de huir de este mundo, la contemplación ideal del otro y la visión del cielo como liberación, una ferviente aspiración que confiesa en su famosa Oda a la vida retiradaque comienza con esta conocida estrofa:

Qué descansada vida,
la del que huye del mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido.

 

También la Biblia deja su impronta cuando escribe en prosa, con un lenguaje extraordinariamente cuidado, de una armonía semejante al verso, y así lo proclama al explicar que “el buen escritor entre las palabras que todos hablan, elige las que le convienen, y mira el sonido de ellas, y aun cuenta a veces las letras, y las pesa y las mide y las compone, para que no solamente digan con claridad lo que pretenden decir, sino también con armonía y dulzura”. Todo un tratado del buen escribir que adjetiva sus libros, comentarios y traducciones.

Un ejemplo de esa poética escritura, lo tenemos en esta alegoría referida a la persecución por él padecida y en la que cuenta como unos cuervos se lanzan contra un pajarillo, lo acosan hasta que para salvarse se hunde en el río con gran dolor de los tres frailes que contemplan la escena. Lo creen muerto, pero de pronto, asombrados, ven como asoma la cabeza: “…Como salió, se puso sobre una rama baja que estaba allí junto, adonde extendió sus alas, y las sacudió del agua. Y después batiéndolas con presteza, comenzó a levantarse por el aire cantando con una dulzura nueva. Al canto, como llamadas, otras muchas aves de su linaje acudieron de diferentes partes del soto. Cercábanla, y, como dándole el parabién, le volaron alrededor. Y luego, juntas todas, y como señal de triunfo, rodearon tres o cuatro veces el aire con vueltas alegres. Después, se levantaron en alto poco a poco, hasta que se perdieron de vista”. Este párrafo de hermosas descripciones pertenece a De los nombres de Cristo, una de sus obras más importantes, donde habla de las distintas formas de referirse a Cristo en las Sagradas Escrituras: Cordero, Pastor, Amado, Esposo o Jesús, como lo llama uno de los frailes que aparecen en la escena anterior que al comprobar la salvación del ave exclama: “Al fin, Jesús es Jesús”.

Otros libros destacables son La perfecta casada, que habla sobre las virtudes que debe tener una buena esposa; la Exposición del libro de Job, en el que se identifica con este personaje, da paso a los estados de ánimo que padece: dolor por la injusticia, desesperación, acatamiento de la adversidad y perdón. Tampoco faltan textos en latín como la trilogía De legibus o las Constituciones para los Recoletos de San Agustín. Entre las numerosas traducciones encontramos el Cantar de los Cantares que tantos problemas le ocasionó y varios salmos. También vertió al castellano obras o parte de obras de Horacio, Virgilio, Eurípides o Píndaro. Asimismo, editó y comentó el Libro de la vida de Santa Teresa de Jesús.

Su actividad fue decayendo a principios de 1591, se agrava su enfermedad y muere el 23 de agosto en Madrigal de las Altas Torres después de ser el elegido Provincial de la Orden. Su cadáver fue trasladado a Salamanca donde le enterraron en el convento de San Pedro de los Agustinos, allí permaneció hasta que en 1856 y ante el deterioro del convento lo exhumaron e inhumaron después en la capilla de San Jerónimo de la Universidad de Salamanca.

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