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La emoción inefable, Marcel Proust
Cuando los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos.
23 de octubre de 2024. Miguel Ángel Marco
Qué: Marcel Proust y el amor
En 2021, el ministro francés Bruno Le Maire hizo unas famosas declaraciones incitando a la lectura. Alegó que quien quiera aprender sobre los celos, en su absoluta profundidad, leyese La prisionera o Albertine ha desaparecido, de Marcel Proust.
En ambas partes de En busca del tiempo perdido, Marcel, protagonista como narrador, manifiesta su desesperación por controlar a su pareja Albertine y mantenerla en sus dominios. Del mismo modo que en los dos relatos representa a las mil maravillas ese sentimiento fervoroso de posesión e inseguridad, en su segunda entrega A la sombra de las muchachas en flor, consigue plasmar una emoción indefinible.
Para poner en situación al lector, en este libro el héroe se desvive por conocer a un grupo de chicas que se reúnen en la playa de Balbec. Las observa atentamente, describe sus vestidos, su forma de reírse y moverse frente al fondo azul del mar, naciendo en su interior una curiosidad inconmensurable por adentrarse en ese mundo desconocido.
Logrado su propósito, podríamos caer en la trampa de pensar que su angustia ha desaparecido; sin embargo, una nueva sensación le invade al confesar que: «cuando madame Villeparisis me invitaba a un paseo, buscaba yo una excusa para no ir. No hice a Eltsir más visitas que aquellas en que me acompañaron mis amigas». De pronto, Marcel renuncia a otros planes, no por una cuestión de prioridad, sino de necesidad.
Y este rechazo surge por una sencilla razón: «el haber querido sustituir mis paseos con aquellas muchachas por una reunión mundana, una conversación seria o un coloquio de amigos, me hubiese hecho el mismo efecto que si a la hora del almuerzo lo llevaran a uno no a comer, sino a ver un álbum».
Estas citas ejemplarizan el aburrimiento que sufre el personaje respecto a todo lo que no tenga que ver con ellas. El tedio provocado por un entorno insulso y baladí que en nada excita a un espíritu sentimental. Sin duda, A la sombra de las muchachas en flor expone el clásico comportamiento juvenil ligado al enamoramiento, un rasgo común que avergüenza admitir por su trasfondo.
Proust defendía que, a la hora de la verdad, mientras el corazón se vuelca en alguien, lo demás pasa a ser secundario. Las quedadas amistosas o las comidas familiares carecen de sustancia comparadas a las sensaciones explosivas brindadas por el amor. Un paseo nocturno a la orilla de un río, junto a la persona amada, cubrirá la memoria de recuerdos y le otorgará a la vida un sentido, así como una trascendencia total.
Tal vez esta emoción inefable se disipe en cuanto se normaliza una relación. No en este caso, pues a lo largo de la obra proustiana se repite su tendencia afectiva. Por ejemplo, en El mundo de los Guermantes, tercer libro de la saga, Marcel expresa su urgencia por escapar de una cena para reencontrarse con Albertine. Los comensales ni siquiera entienden tantas prisas. Pero la llamada de las pasiones le facilita la fuga, sin miramiento ni reparo al juicio ajeno.
Al final, su actitud consiste en satisfacer sus deseos. En preferir el amor a la amistad. Una faceta que actualmente está mal vista.
Con indiferencia de la elección, el escritor parisiense miraba al pasado con la sabiduría de haber completado su viaje, consciente de que sus errores o aciertos desembocaban en un punto idéntico. Y lo afirmaba al decir que: «los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos».
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