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Las mejores poesías de Miguel Hernández

Su poesía, puro sentimiento a flor de piel...

28 de enero de 2024. Estandarte.com

Qué: Los mejores poemas de Miguel Hernández

Vamos pasando las hojas de la Obra poética completa de Miguel Hernández (Editadas por Zero, S.A, 1977), releyendo poemas, redescubriendo su intenso mundo interior, disfrutando con una enorme riqueza de sonidos. Soñando. Nos emocionamos con un soneto y, al pasar la página, el siguiente nos atrapa y luego caemos rendidos con los versos del Cancionero y romancero de ausencias (1938-41), con los de El rayo que no cesa (1934-35) o con los de Perito en lunas (1933), por citar algunas de las múltiples opciones de la obra de Miguel Hernández (Orihuela, 1910-Alicante, 1942). ¿Con cuáles nos quedamos? Difícil elección en la que inconscientemente hemos hecho un recorrido inverso cronológicamente hablando para detenernos y deleitarnos con estos cuatro.

Imposible, por archiconocida que sea, resistirse a empezar este repaso con las Nanas de la cebolla, una tristísima canción de cuna, de intenso dolor y desesperanzada esperanza, dedicada a su segundo hijo (el primero había muerto un año antes), Manuel Miguel. Estamos en 1939, la guerra ha terminado y Hernández llevaba ya unos meses encarcelado en Madrid. Al año siguiente fue condenado a muerte y pena conmutada poco después por treinta años de prisión. Pasó por Palencia y Ocaña para acabar en el Reformatorio de Adultos de Alicante. Muy enfermo, murió en la prisión el 28 de marzo de 1942. Estas nanas, a las que la voz de Serrat dio una musicalidad llena de ternura, pertenecen al Cancionero y romancero de ausencias. Es largo lamento, pero de tan impresionante belleza que casi obliga a recitarlo entero.

 

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.

Una mujer morena
resuelta en luna
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te traigo la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en tus ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que mi alma al oírte
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita
cárcel me arranca.
Boca que vuela
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Ser de vuelo tan alto
tan extendido,
que tu carne es el cielo
recién nacido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.

 

También de Cancionero y romancero de ausencias, es nuestra siguiente elección. Es un poema corto, conciso como muchos de los que lo componen; un lamento por la ausencia del amor entre los seres humanos, un canto al valor de la palabra. El poeta está al final de su vida, encarcelado y enfermo de tuberculosis. Al margen del conflicto bélico y sus consecuencias, en esos años, Hernández escribe El hombre acecha cuya edición queda sin concluir; muere Antonio Machado en el exilio y Pablo Neruda, uno de sus ídolos, escribe Las furias y las penas.

 

Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.

Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.

Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes.

 

El siguiente poema nace en un periodo corto e intenso. Empieza sus relaciones con Josefina Manresa (se casará con ella en el 37); conoce a la Generación del 27; colabora con José María Cossío en la elaboración de la enciclopedia Los Toros; Vicente Aleixandre publica La destrucción o el amor; se estrena Yerma de Federico García Lorca; y muere su gran amigo Ramón Sijé, al que al año siguiente dedicaría su maravillosa Elegia. Y llega el amor, el deseo, la belleza del cuerpo femenino. Un canto eterno que transita en El rayo que no cesa.

 

Por tu pie, la blancura más bailable,
donde cesa en diez partes su hermosura,
una paloma sube a tu cintura,
baja a la tierra un nardo interminable.

Con tu pie, poniendo lo admirable
del nácar en ridícula estrechura,
y a donde va tu pie va la blancura,
perro sembrado de jazmín calzable.

A tu pie, tan espuma como playa,
arena y mar me arrimo y desarrimo
y al redil de su planta entrar procuro.

Entro y dejo que el alma se me vaya
por la voz amorosa del racimo:
pisa mi corazón que ya es maduro.

 

En 1933 se edita su primer libro Perito en lunas (del que extraemos este último poema), prologado por Ramón Sijé. Domina el paisaje, la luna, el toro, la huerta, la luz. Muy joven, tiene 23 años, lee de todo, bebe a los clásicos, le gusta Góngora, juega con un barroquismo que contrasta con la sencillez posterior de su escritura. Se hace amigo de los poetas Carmen Conde y Antonio Oliver y colabora en la elaboración de la revista El gallo gris. Al tiempo que José Antonio Primo de Rivera funda Falange Española, Lorca estrena Bodas de sangre, mientras que Neruda, Alberti y Salinas publican Residencia en la tierra, Consignas, y La voz a ti debida, respectivamente. Mundo de contrastes.

 

Luz comba, y no, creada por el mozo,
talludo espulgador de los racimos:
no a fuerza, y sí, de bronces en rebozo,
sí a fuerza, y no, de esparto y tiempos opimos.
Por el domingo más brillante fuimos
con la luz, enarcada de alborozo,
en ristre, bajo un claustro de mañanas
hasta el eterno abril de las persianas.

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