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La vida de Marcel Proust

Un hombre, una obra. Semblanza de Marcel Proust.

26 de marzo de 2024. Estandarte.com

Qué: Semblanza de Marcel Proust

Autor de una de las grandes novelas del siglo XX –En busca del tiempo perdido– y creador de sensaciones, emociones, largas evocaciones y personajes inolvidables que nacen de la imaginación y se alimentan de la realidad. Eso y mucho más fue Marcel Proust (París, 1871-1922).

Un escritor fundamental en la historia de la literatura, un hombre que vivió por y para las letras, y también un hombre mundano que se movió en una sociedad privilegiada, la suya, que visitó los salones más exclusivos, se codeó con escritores, financieros, artistas, aristócratas; un hombre, en fin, hipersensible, atado a su madre, con una salud precaria con la que viajó hasta su muerte.

Proust nació, se educó y creció en un ambiente culto y acomodado. Su padre, Adrien Proust, fue un reconocido médico, autor de numerosas publicaciones, miembro de la Academia de Medicina, inspector general de servicios sanitarios, catedrático de higiene de la Facultad de Medicina de París.

Su madre, Jeanne Weil, provenía de una adinerada familia judía. Tuvo un hermano, Robert, médico como el padre que, cosa curiosa, no aparece en la compleja vida que retrata en En busca del tiempo perdido. El narrador es hijo único, tiene padres, tíos, abuela –imprescindibles en su relato– y se mueve en un asombroso mundo de amigos, relaciones y miembros de la aristocracia que inspiraron esos inolvidables personajes –Swan, Odette, Charlus, Gilberta, Albertine, Francisca, Mme Verdurin, los Guermantes, Vinteuil, Saint-Loup…– que pasean por sus páginas.

Muy pronto, con 10 años, Marcel Proust comienza a sufrir sus ataques de asma, ataques que le acompañarían siempre y que años después, en 1901, le impulsaron a escribir: “Siempre enfermo, sin placeres, sin objetivo, sin actividad, sin ambición, con mi vida acabada delante de mí, y el sentimiento de dolor causado a mis padres”. Con estas palabras venía a decir que su vida carecía de objetivos y pasión, que estaba acabada. Sin embargo, hasta llegar a ese año, ha ido construyendo con sus recuerdos el armazón de su gran novela, un ímprobo trabajo que comenzó en 1908 y terminó en 1922, el mismo año de su muerte.

El proyecto de Proust era una novela en dos volúmenes pero, tanto era lo que necesitaba relatar, que fue creciendo hasta sacar adelante esa búsqueda repleta de cambios, de correcciones, de apuntes, que llegó al lector repartido en siete inolvidables títulos: Por el camino de Swan (que André Gide se negó a publicar considerando, aun sin leerlo, que la obra de un snob no podía tener mérito alguno), A la sombra de las muchachas en flor (Premio Goncourt en 1919), El mundo de Guermantes, Sodoma y Gomorra, La prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado, punto final de un añorado tiempo que termina con un triste tiempo recuperado, en el que sus personajes aparecen melancólicamente envejecidos.

En nuestro ánimo por conocer una personalidad tan singular, es imposible no contemplar el papel que juegan sus gustos y aficiones. La elección y evolución de escritores y lecturas con el paso de los años retratan un variado abanico personal donde aparecen George Sand, Alfred de Musset, Pierre Loti, Maurice Barrès, Baudelaire, Anatole France, Léon Blum, las hermanas Brontë, Tolstoi, Flaubert, Balzac, Rousseau, Sainte-Beuve o John Ruskin, a quien tradujo con ayuda de su madre y que le impulsó a visitar iglesias y catedrales que luego describió en un meticuloso y revelador relato de sus formas, luces, sombras e imágenes.

La música era otra de sus grandes aficiones. Le gustaba, la entendía y sabía contarla (magnífica su lenta y maravillosa descripción de esa frase serpenteante de la sonata de Vinteuil). Amaba a Beethoven, Debussy, Franck, a su amigo Reynaldo Hanh, a Schumann y a Wagner, al que conoció  gracias al poeta y narrador Robert de Montesquiou, descubriendo, emocionado, un compositor revolucionario, creador de una música grandiosa, de largas cadencias que Antonio Muñoz Molina compara con la escritura de Proust: “[...] Proust requiere de nosotros una actitud distinta de la que tenemos con cualquier otro libro: en eso se parece a Wagner, sobre todo en la época en que Wagner era una novedad absoluta para los oyentes, a los que exigía lo que ningún compositor les había pedido hasta entonces, una atención total, sostenida a lo largo de mucho tiempo. Como Wagner, Proust demanda atención y también entrega. [...] Si no hay atención, lo que uno percibe ante sí es monotonía y proliferación interminable; si no hay entrega, es decir, emoción sostenida, incluso arrebato, las obras del uno y del otro derrotan, o simplemente aburren” (prólogo de Los escritores y la música, de Ediciones singulares).

Todo ello, salones, música, ballets, relaciones homosexuales –él lo era– y bisexuales, ciudades o teatro protagonizan su tarea crítica y literaria, movida al compás de unas ideas constantes en su obra: el futuro, su visión de los celos, la memoria, su madre, el amor o la música. Aparecen una y otra vez en sus innumerables cartas o en sus colaboraciones en revistas como la que mantuvo en Le Banquet donde publicó artículos relatos, esbozos de los temas y obsesiones que marcan su caminar por las letras. Se recrean también en Los placeres y los días, con prólogo de Anatole France, recopilación de sus crónicas en revistas, relatos breves, retratos mundanales, poemas en verso y prosa.

Le siguen ensayos como Contra la oscuridad, donde da a conocer su postura contraria a la escuela simbolista, o Contra Sainte- Beuve, escrito para mostrar su oposición hacia las ideas del crítico literario Charles Augustin Sainte-Beuve, que empezó en 1907 y apareció después de su muerte. Lo mismo que sucedió con Jean Senteuil, novela intermitente, embrión de En busca del tiempo perdido, que vería la luz en 1952.

En su ingente quehacer encontramos también traducciones como La Biblia de Amiens y Sésamo y lirios de Ruskin; crónicas de sociedad, que firma con seudónimos, y un nuevo libro Parodias y misceláneas, en el que relata un suceso como si lo escribieran Balzac, Sainte-Beuve, Goncourt, Michelet o Saint-Simon. Y a todo esto hay que sumar la larga y laboriosa creación de su gran novela, de la que solo vio publicadas en vida los cuatro primeros títulos.

Sensible, original, inteligente, irónico, snob, maniático, déspota, pero sensible ante los acontecimientos, Proust luchó a favor de Dreyfus, recabó firmas, apoyó a Zola en su “yo acuso”, vivió con interés los movimientos nacionales e internacionales y siguió con intensidad la Gran Guerra en la que murieron muchos de sus amigos y que le encaminó a unos años de creciente aislamiento y acuciante forma de trabajar –presentía la cercanía de la muerte–.

Dormía de día, escribía, salía, recibía de noche, y su dormitorio, forrado de corcho para evitar ruidos [el ruido es el eje de la correspondencia que mantuvo con una de sus vecinas; deliciosas cartas que –las enviadas por Proust– ha rescatado la editorial Elba en el libro Cartas a su vecina], con las cortinas siempre echadas y repleto de muebles, era su reino.

Allí mantenía larguísimas conversaciones con su ama de llaves CélesteAlbaret. Una mujer que lo acompañó desde 1913 hasta 1922, una compañera discreta, entregada a su memoria y que solo años después de la muerte del autor, en 1973, contó la experiencia vivida en Monsieur Proust (Capitán Swing, con prólogo de Luis Antonio de Villena). Un libro enternecedor, recomendable, con una visión cercana y también complaciente, del que para ella fue siempre el señor Proust.

El paseo por biografías, estudios, críticas o ensayos sobre Marcel Proust retratan a un genial escritor, con una obra inmensa a la que hay que acercarse a través de una lectura lenta, única forma de descubrir la belleza y riqueza de su lenguaje y el preciosista relato de una época y una forma de vida imposibles de recuperar.

Marcel Proust murió el 19 de noviembre de 1922, y está enterrado junto a su padre en el cementerio de Père Lachaise en París.

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