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5 poemas de Borges

La palabra hecha arte y el arte hecho poesía.

23 de noviembre de 2019. Estandarte.com

Qué: 5 poemas de Borges Autor: Jorge Luis Borges

Culto, perfeccionista, pensador, cosmopolita sin dejar de ser argentino, incisivo y dotado de un don, el de la escritura, que alcanzó cotas difíciles de superar, Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) hizo de la imaginación, la originalidad y la inteligencia su arma preferida, creando una extensa obra que incluye ensayo, poesía, cuentos y también traducciones de francés, alemán e inglés, guiones cinematográficos o crítica literaria.

El Aleph, El informe de Brodie, Ficciones o Historia universal de la infamia dan fe de su maestría narrativa; maestría que se revela con fuerza en una obra poética que empezó en 1923 con Fervor de Buenos Aires. En el prólogo que escribió en 1969 a este libro –y que forma parte de sus obras completas editadas en 1974 por Emecé Editores, Buenos Aires– el escritor facilita la clave de su recorrido poético “(…) he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente –¿qué significa esencialmente?– el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires, prefigura todo lo que haría después (…)”. Y ese después nos regaló maravillas como Luna de enfrente, Cuaderno de San Martín, El hacedor, El otro, el mismo, Para seis cuerdas, Elogio de la sombra, El oro de los tigres, Los conjurados…, en algunos de ellos mezclaba prosa y poesía. Argentina, los paisajes, el amor, Londres, París, Israel, Joyce, Camoens, Los Borges, Poe, la ceguera, la vejez, la mitología, el tango o lo cotidiano navegan a lo largo de las páginas impulsados por su extraordinario manejo de las palabras. 

La rosa

La rosa,
la inmarcesible rosa que no canto,
la que es peso y fragancia,
la del negro jardín en la alta noche,
la de cualquier jardín y cualquier tarde,
la rosa que resurge de la tenue
ceniza por el arte de la alquimia,
la rosa de los persas y de Ariosto,
la que siempre está sola,
la que siempre es la rosa de las rosas,
la joven flor platónica,
la ardiente y ciega rosa que no canto,
la rosa inalcanzable. 
(Fervor de Buenos Aires, 1923)

Al horizonte de un suburbio

Pampa:
Yo diviso tu anchura que ahonda las afueras,
yo me estoy desangrando en tus ponientes.
Pampa:
Yo te oigo en las tenaces guitarras sentenciosas
y en altos benteveos y en el ruido cansado
de los carros de pasto que vienen del verano.
Pampa:
El ámbito de un patio colorado me basta
para sentirte mía.
Pampa:
Yo sé que te desgarran
Surco y callejones y el viento que te cambia.
Pampa sufrida y macha que ya está en los cielos,
No sé si eres la muerte. Sé que estás en mi pecho.
(Luna de enfrente, 1925)

La lluvia

Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto

Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.
(El hacedor, 1960)

Elogio de la sombra
La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
(Elogio de la sombra, 1969)

Al espejo
¿Por qué persistes, incesante espejo?

¿Por qué duplicas, misterioso hermano,
el menor movimiento de mi mano?
¿Por qué en la sombra el súbito reflejo?

Eres el otro yo de que habla el griego
y acechas desde siempre. En la tersura
del agua incierta o del cristal que dura
me buscas y es inútil estar ciego.

El hecho de no verte y de saberte
te agrega horror, cosa de magia que osas
multiplicar la cifra de las cosas

que somos y que abarcan nuestra suerte.
Cuando esté muerto, copiarás a otro
y luego a otro, a otro, a otro, a otro...
(El oro de los tigres, 1972)

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