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Una historia sencilla

29 de agosto de 2011. Elvira Navarro

Según los neurólogos, la intuición no tiene nada de mágica. Ese pálpito fugaz y poderoso no es más que un cerebro que ya se sabe el camino, y que por tanto no necesita que todos los pasos afloren a la conciencia, lo que explicaría el porcentaje de aciertos. Hago esta aclaración previa porque, para hablarles de Una historia sencilla, voy a empezar con ese concepto altamente problemático que es la intuición, y que me servirá para seguir con otros no menos difíciles de fijar como categorías válidas a la hora de hacer una crítica, a saber: lo necesario y la autenticidad. Digo que son difíciles, y añado que en su dificultad reside su relación con la bondad de cualquier producto artístico, bondad que, como todos sabemos, está siempre puesta en tela de juicio porque en este campo no hay axiomas y sí, en cambio, paradigmas, es decir, ideologías: ahí es donde entran en juego estos conceptos. Sobre la intuición, aprovecharé la anécdota que consigné hace unos cuantos días en una crónica sobre la Feria del Libro de Madrid. Se trataba de una anécdota a propósito de una obra de Joan Didion, El año del pensamiento mágico, título que leí —o más bien observé— una, dos, tres, cuatro veces, pues tenía algo extraño; desde luego, una similitud con cualquier volumen de autoayuda que su presencia en un estante de literatura desmentía, aunque sobre todo, y tal como escribí en la mencionada crónica, lo que el título rezumaba era algo inevitable, ese latido que está por encima del gusto, o sea, de la moda y del miedo, y que se impone. Lo que posteriormente averigüé sobre el libro de Didion no hizo sino confirmar la explicación que los neurólogos dan a la intuición y a su alto porcentaje de aciertos (explicación que, por cierto, es una oda al aprendizaje): en efecto, la autora no había tenido elección a la hora de escoger el título, pues tras la muerte de su marido y de su hija se pasó un año convencida de que aquella desgracia había acontecido bajo una causalidad que, para ser tal, había que calificar como mágica.
 
Creo que lo anterior me vale para justificar mi creencia en que los libros que se escriben por necesidad y al dictado de su propia ley suelen albergar una potencia mayor que los que han sido diseñados por el autor para demostrar, o demostrarse, tal o cual cosa. Esto es así porque la obra que genera su propia norma está más al resguardo de las pretensiones de quien la escribe, de sus miedos y sus servidumbres, que la que es minuciosamente pensada. La pulsión creadora es libre, y esa libertad la torna corrosiva y capaz de ir en contra del limitado software mental del propio autor.
 
Luis Velasco Blake presentó el proyecto para escribir Una historia sencilla en el taller de nouvelle que imparto en Fuentetaja, y al poco nos trajo algo más de la mitad del libro; a ninguna de las trece personas que leímos aquel primer manuscrito nos cupo la menor duda de que Velasco Blake era un escritor hecho y derecho al que tal vez la vida (aún no lo conocíamos mucho) o la falta de confianza en sí mismo le habían impedido tener ya varias obras publicadas; también supimos que el pulso de la novela no admitía objeciones, lo que quiere decir que no las teníamos. Una historia sencilla narra las peripecias de una familia argentina de la segunda mitad del siglo XX a la que las convulsiones políticas, y alguna que otra personal, acaban por deshilachar. Nos aclaró Luis Velasco Blake que esa familia no es la suya, si bien, por la cercanía personal con los acontecimientos que toca, podría haberlo sido. El libro se presenta como una paradójica novela de iniciación, y digo paradójica en la medida en que, si bien se cuenta un dramático destete, quien narra ya está de vuelta de todo y se dedica a hacer balance no con cinismo o descreimiento, sino desde una inocencia que pretende entender y pasar página. No hay aquí esperanza de sacarle réditos a la acusación, o lo que es lo mismo: no hay resentimiento. Los escasos juicios terminantes caen con humor o con sobrada justicia. Eso no es meritorio per se, sino en la medida en que lo fácil, por lo dramático de las circunstancias, habría sido echar hiel. En este sentido, lo que Una historia sencilla despliega es una mirada cervantina, que aspira a una comprensión de los motivos que llevan a los personajes a actuar de una manera u otra. Y aunque los protagonistas, casi todos militantes de distintos grupos de izquierda, nos muestran un fracaso no ya sólo personal, sino colectivo, se mantiene la fe en que no todo está perdido. Por otra parte, tanto la pulsión de comprender como el lenguaje y la sintaxis (un lenguaje y una sintaxis cercanos a la oralidad, de timbre cómplice, amable e incluso cómico) hacen pensar en la filiación del autor con Alfredo Bryce Echenique. Velasco Blake exhibe además un gran dominio del pulso narrativo, y ojo, aunque el tema de la novela es político, que no se asusten quienes piensan que la literatura no debe tematizar demasiadas ideas ni cargar las tintas en los mensajes “fuertes”, pues no hay tal cosa en Una historia sencilla. El título, por cierto, es harto elocuente: en la vida, y en la novela de Velasco, las catástrofes acontecen con (y en mitad de) la mayor sencillez.
 
Cualquiera que lea esta novela se percatará de que ninguno de los resbaladizos pero ineludibles condicionantes de los que hablábamos al principio (intuición, necesidad y autenticidad) faltan en ella. Luis Velasco Blake obedeció a su intuición, es decir, a la historia que pedía paso, ateniéndose a lo que le era estrictamente necesario para llegar a buen puerto, y olvidándose, como todo buen escritor, de cuanto le resultaba ajeno. Por ello, en el libro palpita esa extraña honestidad que captamos de manera inmediata y que nos lleva a asentir desde el convencimiento.

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