Portada > Crítica > Roth-desencadenado-de-claudia-roth-pierpont_295.html
Roth desencadenado
23 de agosto de 2016. Nabor Raposo
En 1993, a propósito de la publicación de Operación Shylock, John Updike finalizaba su sempiterna reseña para The New Yorker con la siguiente recomendación: la novela era de lectura obligatoria para todo aquel que mostrara preocupación por (1) el conflicto israelí y sus repercusiones, (2) el desarrollo de la novela postmoderna y (3) Philip Roth. Podría decirse, pasando por alto ciertas reservas, que Roth desencadenado mantiene, casi veinticinco años después, las mismas expectativas intactas. Como bien explica la autora en la nota que sirve de introducción al volumen (la coincidencia en el apellido es, se aclara, fruto de la casualidad, ya que no existen lazos de parentesco entre ambos), Roth desencadenado es fundamentalmente «un análisis del desarrollo de Philip Roth (Newark, 1933) como escritor, teniendo en cuenta sus temas, sus ideas y su lenguaje». Por consiguiente trata, como es lógico, del mundo escrito de Roth.
Pero cualquiera que se haya asomado, aunque sea de pasada, a sus tesis narrativas, sabe —y espera— que una aproximación rigurosa a su literatura jamás pasaría por alto su mundo no escrito, esa vida de la que tan a menudo se ha servido para la causa. La ficción de Roth, o al menos gran parte de ella, es a menudo profundamente autorreferencial —no confundir con autobiográfica—, y su originalidad radica, precisamente, en esa insólita habilidad para soslayar las acusaciones acerca de ese estigma confesional y transfigurarlo en arte, el arte del camuflaje. Para no detenernos en explicaciones complejas, se remite al lector a revisar la reseña de la Trilogía americana (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2011) publicada en octubre de 2012 en Latormentaenunvaso.
Sin tomar del todo un cuerpo ensayístico e instalado en una insulsa tibieza alejadísima tanto de la erudición más conservadora como del ardor de la intimidad, Roth desencadenado se divide en veintitrés capítulos, más o menos coincidentes con cada novela de la excelsa producción del escritor. La estructura formal de los mismos, que conforme avanzan dan la sensación de obedecer o someterse a la misma fórmula (la repercusión literaria y personal del anterior libro de Philip Roth como punto de partida, el contexto artístico y humano que rodea la escritura y aparición del libro correspondiente al capítulo, la temática sobre la que trata, algunas claves de lectura y vuelta a empezar) otorga al conjunto una falta total de espontaneidad y al lector la sensación de tener entre manos un mecanismo demasiado correcto y minuciosamente bien calibrado; algo, en definitiva, aburrido y previsible, pactado, excesivamente cómplice, que elude los terrenos pantanosos y muestra una imperdonable carencia de cualquier atisbo de sorpresa. Justamente lo contrario que sucede con la obra de Roth. De Philip, por supuesto; el mismo a quien vemos a menudo en el libro retratado como un hombre cansado de todo el circo que se ha montado alrededor de sí mismo durante los últimos cincuenta años; un Roth que si bien da la sensación de estar, aun desde una prudencial distancia, presente a lo largo de todas las digresiones, apenas pestañea. Era de esperar que alguien como él jamás se prestase a realizar el trabajo de otros. Ni tan siquiera aspira a defenderse: es su obra quien habla por él.
A pesar de esta conciencia sobreprotectora, amistosa, corporativista y benévola que impregna la labor de Pierpont cuando sucumbe al influjo del personaje —cuyas experiencias vitales aborda sin que aflore el escrúpulo pero sí el respeto a su intimidad, mostrándose demasiado comprensiva o demasiado indulgente, además, en algunos momentos—, la autora se afana por ser rigurosa en tanto en cuanto limita su trabajo a la exposición crítica de las novelas. El bagaje literario de Roth Pierpont y su autoridad bien fundada como analista de todos y cada uno de los libros de su tocayo, desde Goodbye, Columbus (1959) hasta la última de las Némesis (2011), y sus más de las veces acertadas impugnaciones, apuntes y contrarréplicas hacen de este trabajo un complemento interesante a la hora de aproximarnos a la obra del genio de Newark o a un estudio más minucioso de la misma, constituyendo, en este sentido, una óptima aportación y un virtuoso mérito.
El hecho de que muchas de las novelas de Philip Roth no hayan sido siempre bien acogidas o interpretadas tiene también su alcance. Si las reacciones con respecto a sus novelas le han servido, por un lado, para ir desatando paulatinamente todo su talento natural, por otro lo han colocado siempre en el ojo de la polémica, cuando no directamente en el centro de la diana de varios colectivos con voz propia: desde la comunidad judía internacional más conservadora —encarnada en un elenco de rabinos de Newark jugando a ser jueces y custodios de una moral ancestral— a los estandartes más dogmáticos del activismo feminista del siglo XX —incluyamos en este apartado a la exesposa que un buen día se convirtió en escritora y empleó su libro como plataforma desde donde airear los trapos sucios de su penoso matrimonio—. Y es esta coyuntura exasperante y, la mayor parte de las veces, injusta, la que quizá aporte al libro su justificación, la coartada perfecta.
El libro puede leerse, por tanto, como una enmienda a los estatutos y las prácticas de ciertos lobbys —la ortodoxia judía, el feminismo radical—, sin excluir de la lista, por supuesto, la labor de la crítica literaria, personificada en algunos pasajes con el nombre y apellido de algunos de sus gurús estamentales más reconocibles. Pierpont no solo desmonta mitos. También refuta acusaciones, defiende o censura pautas de conducta y legitima siempre que puede, desde una óptica objetiva, conceptos cruciales de la creación artística como la libertad, la originalidad o el desarrollo del talento fuera de los clichés habituales. Lo hace a base de un gran despliegue de conocimientos teóricos y una buena dosis de sentido común a la hora de intentar comprender el comportamiento humano de David Kepesh, de Nathan Zuckerman, del sueco Levov y otros muchos personajes que pueblan el próspero imaginario del autor —y sí, también del autor mismo—.
Es en este punto de la lectura cuando se hace recomendable, para todo aquel que haya seguido a Roth con devoción y deleite, que se libere de la pretensión, que rehúya de la ilustración encorsetada y tome conciencia, sin pudor, del embeleso que le suscita la obra del escritor, y se limite a disfrutar de esta especie de memorandum como alguien que, en plena rueda de reconocimiento, identifica a todos los sospechosos con la alegría de saberse frente a un puñado de viejos e inofensivos conocidos. Es entonces cuando ese mundo no escrito al que hacíamos referencia al principio cede su protagonismo a la ficción. Puede que la vida pueda ofrecer explicaciones, pero ¿quién las necesita? ¿A quién puede importarle que alguien que ha reinventado la historia de Ana Frank en La visita al maestro (1979) considere a su primera esposa la mejor de entre todos sus profesores de escritura creativa? Puede que Roth siga creyendo que fue Maggie Martinson quien lo liberara «de la inocencia cansina» de sus primeros relatos y «de la elegante probidad de Henry James», pero uno no puede evitar pensar en Alex Portnoy retorciéndose en el diván del doctor Spielvogel como el artífice de la catarsis y posterior desencadenamiento de un genio —en esta misma línea, recordamos la memorable figura de Drenka Balich, la heroína bovaryana de El teatro de Sabbath (1995), cuando descubrimos que Roth tuvo un par de citas con Jackie Keneddy a mediados de la década de los sesenta—. ¿Hasta qué punto no es anecdótico saber que si se estuviera muriendo y solo le permitieran leer un libro más sería Mario y el mago?
Es difícil, en cualquier caso, dilucidar la repercusión que ha tenido la obra de Roth en el seno de su propia familia, en sus matrimonios y en sus amantes. Admitamos simplemente la importancia que han podido tener los efectos colaterales de sus textos a la hora de desatar su torrente de ingenio y detengámonos ahí, ya que el resto poco importa. Experiencias como las vividas en la Praga en el contexto anterior a su Primavera; la lealtad, siempre presente, a su país —Roth es un auténtico patriota: su respuesta última a todas las acusaciones vertidas contra él suele ser su «fe en América»—, y las relaciones del escritor con artistas de la talla de Saul Bellow, Milan Kundera o Alfred Brendel solo muestran el lado humano de alguien que ha dedicado más de dos tercios de su vida a la Literatura en régimen de exclusividad. Son asuntos personales. Porque aquello verdaderamente trascendente, lo que prevalece, está ya escrito al otro lado, en los dispensarios más selectos de la ficción contemporánea, y volver a aquellos textos siempre supone un ejercicio placentero. Sirva como ejemplo ese tour de force «dedicado a examinar las trampas que la gente se construye para vivir en ellas» que es La Contravida (1986), un libro sobre la transformación, sobre lo que le ocurre a la gente cuando al fin se libera, «el libro que lo cambió todo».
Y aún hay más. Mucho más. Las imágenes asaltan el recuerdo acompañadas de una sensación de redondez y perfección y también cierta melancolía, porque aunque vuelvan de vez en cuando jamás lo harán como la primera vez, con ese golpe en la mesa que da la buena Literatura cuando aparece. Nathan Zuckerman dejándose hacer, tendido en el suelo, impedido por dolores crónicos de espalda apenas mitigados por el Percodan, la marihuana y el vodka en La lección de anatomía (1983) —un libro sobre las consecuencias de un libro: el contrahechizo que una obra de ficción lanza sobre la realidad de su autor—; el mismo Zuckerman que, años después, bailará un fox-trot en la terraza de su finca con el malogrado Coleman Silk en La mancha humana (2000). El estanque de Connecticut, plagado de serpientes y tortugas mordedoras, que parece ser la única tabla de salvación para aferrarse a la vida y embarcarse en una trepidante aventura dirigida por el Mossad en Operación Shylock. Mickey Sabbath envuelto en una almidonada capa de barras y estrellas sollozando frente a las costas de Jersey en El teatro de Sabbath o la capitulación de Simon Axler en La humillación (2011), mientras hace repaso al inventario de todas las obras que ha leído en las que un personaje se suicida: la tensión dramática de ciertos pasajes de esta —en opinión de quien escribe estas líneas— injustamente infravalorada obra —se hace referencia a la conversación de Axler, escopeta en mano, con la amante de su novia— constituye sin lugar a dudas una de las más altas cotas de maestría literaria que un escritor de primerísimo orden soñaría alcanzar jamás.