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No soy Stiller

18 de enero de 2016. Sra. Castro

No soy Stiller fue la primera novela del suizo Max Frisch y de manera inmediata le valió el reconocimiento internacional. Aunque correcta y bien tramada, esta primera obra carece de la capacidad de causar un impacto duradero en el lector que es la cualidad más reseñable de la magistral Homo Faber. No obstante, No soy Stiller propone una interesante reflexión sobre aquello que llamamos identidad.

Debido a un incidente en la aduana, James Larkin, un ciudadano norteamericano, es retenido en prisión preventiva en Suiza. Se le acusa de ser Anatol Stiller, un suizo desaparecido ocho antes y tal vez relacionado con un caso de espionaje. Para que demuestre la falsedad de la acusación, se le entrega un cuaderno en blanco para que escriba “sencillamente la verdad”. Es decir, el señor White debería escribir su vida, pero acaba escribiendo la del ausente Stiller.

En su cuaderno, White se limita a escribir lo que sobre Stiller le cuentan sus visitas. Debido a su parecido físico con el desaparecido, todo el mundo da por supuesto que habla con el auténtico Stiller. Así, White puede reconstruir la vida de su doble: su participación en la Guerra Civil española, su matrimonio, su trabajo como escultor y hasta sus aventuras extramatrimoniales.

Pese a su pormenorizada anotación de la vida de Stiller, White en ningún momento reconoce ser el desaparecido. Escribe sobre la vida íntima de ese hombre con distancia y desapasionamiento. De hecho, rara vez toma parte por Stiller en su relato, sino que siempre parece ponerse del lado de los otros, sea su mujer, su hermano o su amigo.

¿Es o no es Stiller?, se pregunta el lector. Pero en el fondo esa cuestión es secundaria. Porque, como apuntábamos al principio, Stiller trata de la identidad. Toda la narración de White sobre la vida de Stiller sirve para desgranar y analizar los diferentes estratos que forman aquello que somos.

Está lo que quisiéramos ser (un valiente excombatiente por una causa justa); está lo que somos (un marido infiel incapaz de comprender a su esposa); está lo que nos obligan a ser (un ciudadano suizo con la cartilla militar en regla). Y en el medio de ese laberinto, un alma se busca dolorosamente a sí misma. Un alma que, en el intento de encontrarse, hiere también a los demás.

¿Es o no es Stiller? Ese detalle no importa, pero el lector entiende cada vez más por qué Stiller huyó y por qué inventa las rocambolescas historias con que entretiene a su carcelero.

No soy Stiller es una novela sobre la forma en que el ser humano trata de hacer malabares con lo que es, lo que quiere ser, lo que los demás creen que es y lo que esperan que sea. El precario equilibrio de ese juego se manifiesta especialmente en las relaciones de pareja, que Frisch ejemplifica con varias historias: la de Stiller con Julika, su mujer; la de Stiller con Sybille, su amante; la de Sybille con Stiller; la de Sybille con Rolf, su marido; y la de Rolf con Sybille. Los implicados son siempre los mismos y, sin embargo, la historia cambia cada vez, como un caleidoscopio con infinitas perspectivas. Cada personaje tiene una versión de la historia y todas son verdaderas.

No soy Stiller se cierra con un epílogo escrito por el fiscal (convertido en amigo y confidente del preso) a los cuadernos de la cárcel. Ese epílogo, aun siendo de nuevo muestra de la capacidad de Más Frisch para diseccionar el alma humana, con sus puerilidades y sus grandezas, es tal vez un apéndice sobrante. Si gusta por la indudable destreza con la pluma del autor, sobra por sobreexplicativo.

A pesar de ello, No soy Stiller es una obra que no defraudará a un paladar exigente.

Aunque sí lo hará, sin la menor duda, una traducción bastante descuidada. El galimatías que se arma la traductora con las preposiciones es importante. Un tirón de orejas para Seix Barral.

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