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Nada

30 de enero de 2017. Sra. Castro

En 1944 Carmen Laforet publicó Nada, su primera novela. Una primera novela interesante y bien trabajada, conocida además por ser la que ganó la primera convocatoria del Premio Nadal. Una novela que gustará a cualquier lector, aunque quizá sea una de esas lecturas que aprovechan más cuando el lector es todavía joven.

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Nada destila cierta inocencia que se compagina mejor con la juventud, inocencia que puede deberse tanto a la poca edad de la protagonista (tan solo dieciocho años) como al candor de la época. Porque aunque la novela se sitúa en los años posteriores a la guerra civil española, años de penuria, años duros, de alguna manera las personas y los usos era menos complejos que los actuales y esa sencillez puede percibirse en el texto.

Eso a pesar de que la novela, precisamente, viene a demostrar lo complejo de la realidad, compuesta por las infinitas visiones de las infinitas personas; es decir, en el fondo algo inexistente, algo que solo toma cuerpo en función del filtro que cada individuo interpone entre él y el mundo.

En Nada ese filtro es Andrea, que narra su historia en una larga analepsis: la una joven de escasos medios recién llegada a Barcelona para cursar estudios universitarios. Andrea se alojará en casa de su abuela, donde todavía viven tres de sus tíos, y caerá en medio de oscuros secretos familiares en los que, casi sin quererlo, se verá envuelta. En la calle Aribau, donde reside la familia, todavía quedan vestigios de un pasado de cierto esplendor que la guerra y una incurable desidia han convertido en la acumulación caótica de una almoneda que amenaza a cada instante con desplomarse sobre la cabeza de la joven Andrea.

Si hay algo que destaca en esta novela es la construcción de su atmósfera. Nada nos traslada a un mundo gris, opresivo, cerrado, pobre, sucio, a veces brutal. Andrea, que llega a Barcelona cargada de esperanzas y de ansias de independencia, se encuentra de pronto bajo la estrecha vigilancia de su tía, una beata que se encarga de poner coto a cualquier sueño de realización personal. La penuria económica también estrecha el panorama de Andrea, que pronto empieza a pasar hambre. El estómago vacío y el cerebro debilitado por la falta de alimento son en gran medida, el lector enseguida se da cuenta de ello, culpables del ambiente angustioso que envuelve a la protagonista (y a la ciudad entera) a lo largo de toda la novela.

Ese ambiente cerrado, asfixiante, lóbrego se construye con la ayuda de un lenguaje usado con eficacia y condensado en metáforas e imágenes de corte simbolista que, tal vez por el contraste con lo que expresan, brillan en el texto con especial fuerza. La habitación donde Andrea duerme y desde donde escucha el ir y venir de los miembros de la familia se convierte en una «enorme oreja en el centro de la casa», la Catedral de Barcelona es «un gran corro de piedras fervorosas», y las noches corren «como un río negro, bajo los puentes de los días».

El otro gran acierto de Nada es la manera en que Carmen Laforet mantiene la intriga y va desvelando, poco a poco, los secretos de la familia de la calle Aribau. Nada excepcional: celos y rencores exacerbados por la guerra y después por la penuria, pequeños pecados y secretos que la precariedad convierte en monstruosos escollos que impiden la vida normal; piedrecillas arrojadas a unas aguas estancadas cuyas ondas alteran la superficie de la existencia hasta sus márgenes, que en este caso son las relaciones de Andrea fuera del entorno familiar.

Nada de lo que sucede en la calle Aribau es terrible, las pequeñas intrigas de la casa son tan mezquinas como los enseres que guarda en su interior, sin embargo son suficientes para alterar la vida de todos sus habitantes, también la de Andrea. Pero como Tolstói dijo, las familias desgraciadas lo son cada a una a su manera. Nada describe una de esas infelicidades que se enquistan entre cuatro paredes, que rara vez tienen remedio y ante las cuales solo hay una salida: la huida.

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