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Mujeres excelentes

24 de julio de 2016. Sr. Molina

Hay novelas que retratan lo extraordinario, lo inusual; y otras, por completo opuestas, que muestran lo ordinario, lo cotidiano. Mujeres excelentes pertenece a la segunda categoría, si bien en el mejor y el peor de los sentidos. Su falta de intrigas y de sucesos insólitos es fruto del interés de su autora, Barbara Pym, en mostrar de una forma sencilla el modo de vida de unos personajes cuyas convencionales vidas estaban dictadas por una rígida estructura social. Sin embargo, esa misma sencillez redunda en un tono desapasionado que establece una distancia entre lector y trama muy difícil de salvar; la austeridad del estilo, aunque estudiada, es demasiado explícita para suscitar empatía. Algo que desluce el conjunto de la obra y marca una profunda distancia con los protagonistas.

Esta característica se observa desde el comienzo con la propia narradora: Mildred Lathbury. Soltera, treinteañera, generosa y tímida, Mildred va contando la historia de su apacible existencia con un pulcro amor por el detalle, pero también con una absoluta carencia de emoción. A lo largo de la novela conoceremos a sus vecinos, los Napier, un matrimonio desavenido; al párroco de su iglesia, Julian Malory, escrupuloso y reservado; y a algunos de sus conocidos, cuyas vidas son tan austeras como la de la propia protagonista. En ese mundo de ocupaciones cronometradas y de relaciones distantes, el mínimo cambio (una riña, un compromiso o un nuevo conocido) constituirá una revolución.

Ciertamente el estilo de Barbara Pym parece buscar ex profeso una suerte de frialdad o distancia respecto de lo que se narra: el tono distante evoca una suerte de tristeza o melancolía, pintando a unos personajes grises cuyas formas de vida se ven sujetas a una serie de reglas sociales que están por encima de deseos, sueños o esperanzas. La suerte de Mildred está condicionada por su soltería y las expectativas que los demás tienen de ella, olvidando por completo cualquier posible inquietud que pueda tener. Como ella misma descubre en una reunión en su antigua escuela: «Era el anillo en la mano izquierda lo que buscaban las asistentes a la reunión de ex alumnas.»

Así, pronto descubrimos que Mildred pertenece al ese género de «mujeres excelentes» al que se hace referencia en el título de la obra: unos personajes que supeditan sus anhelos a una rígida observancia de las normas de conducta, las costumbres y las jerarquías sociales. Frente a mujeres como Helena Napier (antropóloga y disoluta) o Allegra Gray (prometida del vicario Malory, elegante y desenvuelta), Mildred no es más que un personaje gris, insulso, cuya única virtud es ser útil a los demás. El interés que siente por los hombres, ya sean posibles partidos o simples amistades, siempre se ve condicionado por el papel que, como mujer, juega en una sociedad que solo la valora en función de su servicio a otros. Su existencia cambia más bien por los intereses de otros que por sus propios deseos: incluso el final de la obra, amable y tierno, encierra un poso de amargura al constatar la narradora el hecho de que una «vida llena» (en palabras de su vecina, la señora Napier) no es más que el servicio continuo a los requerimientos de otras personas.

Mujeres excelentes es una novela de atmósfera triste y reflexiva. No obstante, su extrema frialdad y el incierto manejo de la ironía por parte de la autora hace que el resultado sea un tanto decepcionante. Más allá de la ambientación mundana, de la «domesticidad» de las tramas y de la simpleza de las historias, se echa en falta el brío o el humor que dote a la obra de un marchamo de calidad. En pocas palabras: una lectura simpática y agradable, pero sin un trasfondo enjundioso que recordar.

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