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Mis modelos de conducta

13 de noviembre de 2012. David Cano

Mi primer contacto con John Waters fue en octavo de primaria, en el EGB de entonces. Mi mejor amigo y yo comentamos excitados el acontecimiento nocturno y decidimos en una aburrida clase de matemáticas que grabaríamos con nuestros vídeos (él en beta, en un dispositivo que guardaba en un armario - ¿santa casualidad? – yo, en vhs y lanzado a hurtadillas para no levantar sospechas en el seno familiar y a altas horas para activar ese botón, pura religión, que lo cambia todo: rec) el programa doble que, en La 2 y de madrugada, como todo lo bueno, irrumpiría en los televisores con esas dos experiencias cinematográficas irrepetibles: Pink Flamingos y Female Trouble. Todavía recuerdo soñar confuso aquella noche con qué demonios y maravillas me encontraría exactamente al día siguiente cuando reprodujera esa cinta magnética de vídeo antes de que mis padres regresasen de sus trabajos. Imaginaba a un Almodóvar exacerbado, pero no era capaz de representármelo culturalmente. Había oído hablar de John Waters, algo había leído (y de aquella uno no tenía acceso a Internet, ni muchos menos, todo era puro desvío e investigación, aunque torpona, ávida), pero no podía imaginarme lo que vi y lo que representaron para mí, entonces y en su deriva, esas dos películas. Desde entonces he seguido fielmente Waters. Y, desde luego, creo que ése fue un buen lugar donde empezar.

Con el tiempo, y con el bagaje que éste trae, más o menos obsesivo según perfiles, uno se va dando cuenta, siguiendo su filmografía (y visionando otras al uso), que gran parte de la genialidad de este portento de Baltimore reside en su escritura. Razón de más para seguir también algunos de sus artículos que ahora, hoy ya sí, pueden leerse en la red y algunos de sus títulos no traducidos al castellano. Tristemente la mayoría. Con Majareta (Anagrama, 1990) que también entró en mi hogar gracias a ese buen confidente de filias y amigo, corroboré hace años ese interés no tan subliminal que desarrollaba por el Waters escritor. Y cómo esa lucidez preclara de localizar en la monstruosidad de las biografías de los demás, por anodinas o vulgares que fueran sus vidas, o también por lo caricaturescos que no sólo en el fondo somos todos, y que tan bien trasladaba a sus películas, tenía en el germen de lo escrito la sustancia y gracia plenas de una mente, digamos, con antojos lúcidamente diferentes. No es que no siga a pies juntillas su credo estético como líder integral de la magia de lo anverso y subversivo de sus películas, como monarca de lo trash y sultán de la sordidez, ¡es que, sencillamente, no hay nada como la imaginación de cada uno! Por eso uno disfruta, ríe, se refleja y regodea de lo lindo con Mis modelos de conducta, que publica la porteña Caja Negra Editora (y traduce, quizás muy notablemente, con su universo argentino), porque es el Waters más esencial y una fabulosa manera de seguir el encanto indecente, de desviación y pura patología, que forma el ecosistema de su vida, sus fetiches y sus anomalías.

Entre el diario, la crónica, la entrevista y el ejercicio de su propio periodismo autobiográfico y ricamente narcisista (quien asistiera al desternillante The Filthy World que nos trajo Rizoma me entenderá), podemos encontrar algún paralelismo a ese análisis de Luc Sante en Mata a tus ídolos (quizás más ensayístico, pero no más culto) o a cualquiera de las osadías maniáticas y manifiestas (en cualquier expresión disciplinada y disciplinaria) de Andy Warhol, o alguna de la ponzoñosa venenosidad de Dennis Cooper, pero con una experiencia enriquecida de la sensación de confidencia pop, amorfa y perversa, llena de pliegues, que hacen de esta lectura un continuo entusiasmo súcubo y descojonante. Repasa en sus capítulos mitómanos y monomaníacos (aunque lo suyo es la colección de la patologías y freaks, por si uno no sabía, después de esto no cabe duda) a muchos de esos tótemes o talismanes, sus propios ídolos, personajes de la cultura popular, pero muchas veces también de la serie B más desvencijada y perpleja, que han supuesto algunos de sus paradigmas eidéticos, comportamentales y estéticos, a los que muy honestamente refiere como gran inspiración de sus películas. Leerle en sus entrevistas inverosímiles -de tan reales- y atentamente descritas con personajes descascarillados y en decadencia de los que siempre fue fan, como los músicos Johnny Mathis o Little Richard, es francamente delicioso por lo mucho patético que hay en ellos y en lo que puede verse abocada una vida. O esa experiencia sublime y muy-muy envidiable en sus encuentros fascinantes con Bobby García (y la memorabilia de películas porno lo-fi con marines heteros, siempre tan absurdamente maricas) o David Hurles (por dios, no sólo Quaintance, Tom of Finland, Bob Mizer o Bruce LaBruce han inspirado e inspiran, ¡seamos justos!), que ya los quisiera uno para sí con todo lo que eso pudiera haber deparado a la integridad no sólo física. Así como su pedestal a Commes de Garçon y sus múltiples referencias a una nueva semiótica de la moda, el arte contemporáneo y parte de su colección repartida en sus varios apartamentos o leer de su propia pluma crítica artística o literaria y señalar sus libros y biblias de cabecera y repasar cuidadosamente que todos están leídos. No es menos entrañable que conocer a algunos de los personajes de su Baltimore, los antros más sórdidos y los personajes más abominables que rodean su intensa vida. No es menos enternecedor que esa apología para la defensa de Leslie van Houten (que mató a tres personas en el caso Sharon Tate y los LeBianca), su homofilia, homoestética y homoerotismo corrupto en lecturas a Tennessee Williams o Delton Welch, entre otros homosexuales (muchos) repasados; ni menos conmovedor, hondo o apasionante, que leerle dirigir a su madre en una droguería para indicarle qué lápiz de Maybelline necesita comprar para vete a saber qué menester (delinear su propio bigote- seguro que de aquella y con semejante criatura no era tan ingenua, la mujer-). Pura gracia eucarística con epílogo en forma de credo.

Un libro para relajarse y divertirse, un misal confesional y obsesivo, para proyectarse y reírse de uno mismo y para abrazar con orgullo la singularidad de nuestra propia rareza enfermiza. Fundamental para el ejercicio recto de las propias fantasías y para aceptar nuevas sugerencias lascivas. Recuerda, Waters leído desde tu mente retorcida es mucho más John Waters que sus películas. ¡No sean pacatos, disfruten de lo ilimitado de sus parafilias!

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