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Los últimos días

30 de diciembre de 2013. Sra. Castro

Todos hemos conocido en alguna ocasión a un lector que apostilla que lo que le gusta al leer es evadirse, no pensar, pasar un rato de entretenimiento —razones para leer tan válidas como cualquier otra—, a esos lectores me permito recomendarles Los últimos días, de Raymond Queneau: se divertirán con su lectura y, al tiempo, descubrirán a uno de los autores más destacados de la literatura francesa del pasado siglo.

Los últimos días es una novela sencilla y entretenida, apta para todos los públicos, a la par que un texto donde brillan por su personalidad el estilo y la trama. El estilo es conciso, desenfadado, original, moderno y preñado de un lirismo singular, alejado de todo tópico. También hay que destacar los diálogos, que tienen un peso importante en el texto: naturales pero literarios, hacen avanzar la trama con ligereza y son la expresión perfecta de los muchos y variados personajes que pueblan Los últimos días.

En cuanto a la trama, podría resumirse diciendo que se centra en los pequeños sucesos del día a día de un grupo de personajes a lo largo de varios años, pero sería simplificar demasiado el sentido de la apretada tela que Queneau urdió. El escritor trabaja con un grupo de personajes disímiles: estudiantes universitarios, hombres de negocios, estafadores, profesores retirados... Personajes que, como el lector irá descubriendo, están interconectados y cuyas acciones afectan de manera insospechada a los demás.

Exámenes, proyectos de timos, partidas de billar, excursiones y relaciones amorosas van aconteciendo a lo largo de los años que recoge la novela. Cada aventura es contada en detalle, pero de forma lo suficientemente sucinta como para dejar paso rápidamente a la siguiente, permitiendo que la narración avance hacia el final marcado para cada personaje: terminar los estudios universitarios, finalizar un negocio o morir, según el caso.

Entre los capítulos narrados en tercera persona se intercalan varios en primera en los que Alfred, un peculiar camarero, toma la palabra para dar su particular visión de los hechos y lanzar sus interpretaciones de los acontecimientos. Alfred es camarero en un bar que todos los personajes frecuentan y que, mientras sirve cañas, perfecciona un sistema infalible para ganar en las carreras; un sistema que, prácticamente, le permite vaticinar el futuro. De alguna manera, Alfred es una especie de dios del destino: puede predecir lo que va a suceder, aunque jamás interviene y nunca adelanta nada al lector de lo que está por venir. Su voz es especialmente relevante porque reflexiona ante el devenir continuo de la vida, de la interminable marea que él ve pasar tras su mostrador. Y sus reflexiones son el contrapunto a la acción inagotable que desborda el resto de capítulos:

Y cuando yo veo girar a mi alrededor mi pequeño mundo, pienso que un día un destino se cumple; entonces alguien se marcha. A veces para eso hacen falta años y años. Se han hecho viejos, cumpliendo cada año el ciclo de las estaciones, subidos sobre su día de nacimiento como sobre un caballo de madera. [...] Los más jóvenes dan vueltas durante menos tiempo y, cuando desaparecen, es para ir a dar vueltas a otra parte.

Raymond Queneau ensaya además con el lenguaje, inventando palabras llenas de expresividad. Y con la forma de narrar, creando por ejemplo escenas espejo, donde un personaje repite paso por paso las mismas acciones que otro acaba de realizar, pero donde varían lógicamente las circunstancias del personaje: sus reflexiones, la consumición que pide al sentarse en una terraza...

Así, Los últimos días es un libro que se puede definir de forma innegable como entretenido. Y al tiempo, es un libro que permite comprender los mil refinamientos que puede alcanzar la literatura cuando el que escribe es un buen autor. De este modo, esta novela puede satisfacer a paladares diferentes: los de aquello que busquen un rato de entretenimiento y los que disfruten con propuestas literarias de primera calidad.

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