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La vida agria

09 de abril de 2012. David Cano

Hace poco, y al hilo de la recomendación de otro libro, El caracol obstinado, novela corta de Rachid Boudjedra para Cabaret Voltaire, poníamos de manifiesto esa tendencia, más proclive de lo humano, a la misantropía febril que al onanismo filantrópico, tan aparente y cívico, por otro lado. Hoy, aunque también mañana, seguro, y tras leer las páginas que Luciano Bianciardi dedica en La vida agria a repasar su experiencia personal, su paso por la vida, sólo podemos subrayarla. Sin embargo, en este caso el recreo no es obsesivo ni tan lacerante, aunque igualmente carcome, sino que la mirada del protagonista (suerte de álter ego de Bianciardi) dilata y obtura objetivo para, repasando el cauce abrupto de su historia y siguiendo unos episodios decisivos en el curso de su tiempo, hacer una crítica al sistema, pero ya no tanto desde el mismo, sino abanderando cierta disidencia. Otra de las posibles revoluciones, cuando no salidas, u otra forma de rebullirse y posicionarse ante semejante disposición natural tan fatigosa: la vida. Algo que siempre llevó a gala como autor, como personalidad y periodista rebelde, inconformista con pedigrí y anarquista ligeramente incendiario. Y, también muy significativo, sobre todo en determinados ámbitos profesionales, como defensor de la cultura al margen de los mecanismos que han angostado y viciado su esencia trasladándola al terreno de la industria. Y como informador honesto. Como para no encerrarse en sí mismo y entregarse al alcohol. Ley de vida, diríamos. La vida agria.

Errata Naturae publica, por primera vez traducido al castellano, la más personal, vigorosa (y vigente, sea dicho de paso) novela de Luciano Bianciardi y nos promete que será sólo el comienzo de otras tantas publicaciones del italiano. Nos alegramos. Lo hace en su colección El pasaje de los panoramas, porque tiene a la ciudad, un Milán que no se dice ni desdice, pero que interviene, como escenario determinante, como protagonista (vivo) de la narración. Ciudad absorbente como lo es Berlín o París, también repensadas como tablero de encrucijadas, pasadizos y nuevas realidades para la suerte o la desgracia de lo humano. A la ciudad es donde se dirige el bibliotecario de provincias que lidera la narración en primera persona de esta novela en gran medida autobiográfica ambientada en los años de impacto económico de la Italia de los 50. Deja tras de sí mujer e hijo con el interés de denunciar, desde un periódico y ya en la ciudad, una supuesta negligencia profesional que acabó con la vida de cuarenta y tres personas en una mina de esa población de la que, también en parte, huye. Allí se instala en varias casas de acogida y hostales y se estrena con nuevas amistades, trabajos en la redacción y otros estilos de vida, paseando ante el lector con una ironía, de natural, resignada y revenida, por lo agrio de unas circunstancias que no son solo molestas en lo político y en lo social (en ese motivo suyo, frustrado, de delación primera), sino que lo son también a nivel económico, cívico e incluso consuetudinario. De ordinario.

Y, sin dramas especiales y entre la narrativa ligera de sus reflexiones resignadas, el diario testimonial y el periodismo, seguimos con él sus movimientos y vicisitudes en el gremio profesional (como periodista y como traductor editorial), su paulatino desengaño, sus fobias a determinados puntos aquí (como esos dos pasos de cebra tan simbólicos) o personas estigmatizadas, como las secretarias de tez térrea y gesto de oler pis; en una lectura dinámica e íntima que, salpicada de humor y mucha risa de sí mismo, ensalza la vida mediocre y la mediocridad de la vida. Del personaje, y como la hace Anna, su indulgente amante, nos encariñamos sin solución en su caída en una decadencia paulatina que es, en últimas, puro romanticismo y una de las grandes evasivas de la vida. La que, con total desencanto, nos ha tocado vivir. ¿Pero qué, qué es lo que queréis ver vosotros, so ectoplasmas? La vida es así.

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