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La nariz de un notario

29 de abril de 2014. Sr. Molina

Hay libros «menores» que, sin embargo, nos hacen pasar un buen rato y cuyas cualidades artísticas son dignas de mención. Este es el caso de La nariz de un notario, un librito de Edmond About que está cargada de mala uva, humor y causticidad; una novela breve que no es especialmente buena, pero cuya oscura mordacidad hace de su lectura un placer. Queda claro desde el principio que el autor buscaba una suerte de sátira social y cargó las tintas en unos personajes caricaturizados al extremo y en una trama tan alocada como vitriólica. Y el resultado, si bien no magistral, sí que cumple con esas premisas y proporciona unos ratos de comedia y burla.

En La nariz de un notario nos tropezamos con Alfred L’Ambert, un arrogante y vanidoso notario parisino que se dedica a galantear con bailarinas de opereta y presumir de sus ingresos en las fiestas de la buena sociedad. Un buen día seduce a una jovencita a la que ha pedido en matrimonio otro hombre; ante semejante canallada, se celebra un duelo con sables en el que la mala fortuna querrá que L’Ambert pierda buena parte de su apéndice nasal. De ahí en adelante, las desventuras del notario por recuperar la integridad de su rostro deparan momentos de hilaridad y tragedia a partes iguales.

About ofrece en las escasas páginas del libro todo un tratado sobre la cirugía facial (aderezado en esta edición de Ginger Ape con hermosos grabados de la época), pero sobre todo un retrato feroz y ácido de la burguesía de mediados del siglo XIX: personas preocupadas sólo de su aspecto y de las relaciones sociales, ajenas a cualquier otro tipo de preocupación. Alfred L’Ambert es el perfecto ejemplo de lechuguino: un tipo vanidoso, déspota, desdeñoso y banal al que lo único que le importa es la impresión que causa en los demás. Algunos de los personajes secundarios que le acompañan también ilustran este mismo aspecto, mientras que otros sirven como contrapunto a semejante sujeto.

Las peripecias en pos de su nariz harán que L’Ambert trabe conocimiento con Romagné, un joven trabajador auvernés que le proporcionará (de forma indirecta y muy inusual) el remedio para su «reconstrucción» facial. El autor hace gala de su vis más cómica en los tratos que ambos protagonistas mantienen en la última parte de la novelita, con algunos diálogos descacharrantes y unas situaciones absurdas que rozan el delirio.

A pesar del tono ligero de la obra, lo cierto es que en esas relaciones de Alfred con los demás, especialmente con el borrachín Romagné, se aprecian esos elementos de sátira a los que hemos aludido con anterioridad. Está claro que la obra es cómica y se cimenta sobre un sentido del humor sardónico, pero el retrato de algunos personajes es demoledor. La escena del duelo a las afueras de París, con los dos contendientes vanagloriándose por anticipado de su victoria, pero muertos de miedo ante su inexperiencia; la búsqueda de padrinos que les ayuden; la peripecia del protagonista para recomponer su rostro deformado… todo ello nos sitúa frente a personas y situaciones que, aunque irrisorios, no hacen sino mostrar la trágica desigualdad de una sociedad basada en el lustre y el oropel. Una mirada amable, sí, pero con un componente ácido que nos recuerda las diferencias de clase sobre las que se sustentaba el bienestar de unos pocos.

Más allá de esto, La nariz de un notario no pasa de ser un entretenimiento feliz para arrancarnos unas sonrisas. Una obra ligera y de poca trascendencia, aunque con más sustancia que muchos de los libros que nos podamos encontrar en los estantes de las librerías.

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