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Joseph Anton

22 de octubre de 2012. José Martínez Ros

En 1989, el año de la “fatwa” o “fetua”, Salman Rushdie era un aún joven escritor anglo-indio al que se le consideraba una de las grandes promesas de la literatura mundial. Sus dos primeras novelas habían sido bendecidas por varios premios, críticas entusiastas y numerosos lectores. Tanto Hijos de la medianoche, una particularísima saga familiar -que recordaba, y mucho, a los Cien años de soledad de García Márquez- mezclada con una sorprendente historia de superhéroes hindúes, como Vergüenza, una muy truculenta novela política y una fábula aterradora sobre Pakistán, habían sido consideradas dos obras maestras mestizas que combinaban con maestría elementos de tradición oriental con la narrativa postmoderna más revolucionaria; y probablemente, sigan siendo sus novelas más memorables. Su tercera novela era aguardada con expectación.

En un primer momento, Los versos satánicos parecía un paso adelante literario bastante lógico, dada su temática: trasladaba a sus personajes característicos, con sus complicadas genealogías y sus fantásticos poderes, a Londres, a la gran metrópoli postcolonial. Sin embargo, algunos pasajes de su larga y ambiciosa novela hicieron que, tristemente, pasara de la actualidad cultural a la política. Rushdie, a través de las visiones de uno de sus protagonista, se atrevió a novelar las experiencias místicas de Mahoma, el fundador del Islam (aunque de un tono notablemente respetuoso, mucho más, por ejemplo, que el que utilizaría José Saramago unos años después en El evangelio según Jesucristo) e incluía una larga descripción de un innominado y siniestro mulá en el exilio donde muchos vieron un retrato sarcástico de Jomeini, el líder religioso iraní. Eso bastó: pronto se desataron protestas de integristas musulmanes en Pakistán y la India y en la misma Inglaterra. Hubo muertos. Y en Irán, Jomeini dictó su “fetua”: todos los musulmanes del mundo deberían emplear cualquier recurso a su alcance para dar caza y ejecutar al blasfemo. Una amenaza más que teórica: los expertos de los servicios de inteligencia británicos le advirtieron que los iraníes habían enviado a diversos grupos de asesinos a Europa en su busca. Aquí comienza la epopeya de Salman Rushdie y Joseph Anton –el nombre falso bajo el que se ocultó-, su última obra, unas memorias de los diez años en los que el escritor se vio obligado a permanecer bajo la protección de la policía británica, sometido a kafkianas normas de seguridad, alejado de su familia y amigos y de todo lo que significa una vida normal.

Como saben sus lectores, Rushdie es un magnífico narrador y, en este caso, tiene una gran historia que contar, la suya, y no la desaprovecha. Nos hace sentir la angustia de ese escritor casi anónimo, agnóstico y enamoradizo, devoto de Borges y Tolkien, que, de repente, convierte en un problema mundial. El gobierno británico, al mismo tiempo que lo protege, hace gestos conciliadores hacia los extremistas y lo acusa poco menos que de huésped indeseable. La prensa sensacionalista se queja de los elevados gastos que supone el dispositivo de seguridad que lo mantiene a salvo. Es tachado de pornógrafo, agente provocador al servicio del sionismo, mercenario. Distinguidos colegas situados, políticamente, a la izquierda (como por ejemplo, Le Carré o John Berger) le demuestran su hostilidad: al parecer, por muy absurdo que resulte en la Era post 11-S y 11-M, muchos intelectuales de izquierda creían todavía a finales de los ochenta y principios de los noventa que la revolución islámica era un movimiento “progresista”. La derecha abomina de él. Se colocan bombas en librerías. Su traductor al japonés es degollado. Su traductor al italiano, acuchillado. Un editor escandinavo, tiroteado. Y Rushdie, y no los verdugos, que apenas son perseguidos, aparece como  responsable. El libro sólo decae en los últimos capítulos, cuando la diplomacia occidental endurece su postura con el régimen iraní y lo obliga a recular. Rushdie se convierte, como es ahora mismo, en una especie de estrella literaria-social global y resulta un poco fatigoso repasar páginas y páginas llenas de celebridades que desean conocerlo o expresarle su admiración.

Durante el periodo más tenebroso, Rushdie consiguió, a pesar de los pesares, mantener su dignidad e identificar su causa con el secularismo, la libertad de expresión y pensamiento, los ideales universales de ilustración y libertad, la lucha contra la censura y el fanatismo. No le callaron. Siguió adelante. Publicó más libros –algunos interesantes como El último suspiro del moro y otros mediocres que no están a la altura de su obra anterior-, dictó conferencias, escribió a los periódicos, se entrevistó con políticos de todo el planeta, hizo lo posible y lo imposible para que el mundo no se olvidara ni de él ni de las demás víctimas del integrismo. He ahí su mérito, y el motivo de que aún concite bastantes odios. No se pinta a sí mismo como un ser humano perfecto (aunque no llega al nivel de autoflagelación de, por ejemplo, Coetzee): aparece como un individuo vanidoso (aunque su vanidad puede haber sido un factor positivo, cuando se trata de no dejarse amilanar o humillar ni siquiera por el Líder Supremo de la "revolución iraní"), que tiene graves problemas para establecer una relación sana y estable con las diversas mujeres con las que se cruza en su vida, y muestra una cierta tendencia –comprensible, en un caso como el suyo- a dividir el mundo en pro o anti Rushdie. Algunos de sus juicios históricos o políticos son superficiales o discutibles. Pero, en definitiva, es alguien que merece la pena admirar. No eligió la tarea que llevó a cabo: los asesinos lo eligieron a él, pero no se dejó aplastar por el curso de la historia. Si aceptamos la definición de Hemingway de heroísmo ("gracia bajo presión"), es uno de los héroes de nuestro tiempo. Y su causa fue la causa de la civilización, y este libro es un brillante autohomenaje al hombre que supo cargar ese peso sobre sus hombros.

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