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Frankenstein

22 de mayo de 2016. Sra. Castro

Hay ciertas novelas que pertenecen ya al acervo cultural y popular y, simplemente por eso, merecen ser leídas. Tal es desde luego el caso de Frankenstein, de Mary Shelley.

En el prefacio de la obra, su autora explica el origen de la misma. Durante una estancia en Suiza con varios amigos, acordaron entre ellos escribir cada uno una «historia de fantasmas» con la que entretener las veladas. La de Mary Shelley fue Frankenstein.

Efectivamente, durante una estancia en Suiza con su esposo, el poeta Percy Bysshe Shelley, en la que fueron vecinos del también poeta Lord Byron —según relata la propia escritora en una introducción escrita para la edición de Standard Novela, incluida en esta de Nórdica Libros—, una conversación sobre la naturaleza del «principio vital», concepto de moda en aquella época, le dio la idea de la novela.

Como se ve, Frankenstein trasciende por tanto la idea de historia de miedo, porque en ella se desarrolla un concepto de carácter científico, moral y filosófico sobre el derecho del ser humano a crear vida inteligente (no meramente mediante la reproducción) y las consecuencias de un acto de esa envergadura. Pero vayamos por partes.

Frankenstein es un relato de terror, o al menos con esa idea fue concebido. Pero si el lector espera una novela con los convencionalismos del género, en especial los que ha desarrollado en las últimas décadas, quedará chasqueado. Sin embargo, podría decirse que Frankenstein es una obra precursora del terror psicológico.

Ese es precisamente el terror que atenaza al doctor Víctor Frankenstein, cuya terrible historia conocemos mediante el relato que de ella hace en curiosas circunstancias a cierto joven que, a su vez, se la cuenta de forma epistolar a su hermana.

Víctor Frankenstein es un científico que crea vida inteligente de la nada. En la novela poco se nos cuenta de la forma en que se desarrolla el experimento, porque lo que importa es el acto intelectual del mismo: la obsesión, las horas de trabajo y estudio, el aislamiento. En esas circunstancias, el doctor Frankenstein crea vida y horrorizado no tanto por el aspecto repulsivo de la criatura, como por lo terrible del acto que acaba de cometer, huye del lugar, abandonando a su suerte a su creación.

Deforme y extraño, el monstruo de Frankenstein acabará por convertirse en una criatura maligna y atormentada que se volverá contra su creador. Y ahí comienza la pesadilla del doctor, una pesadilla que es más bien fruto de su mente, de su conciencia, que del horrible engendro que lo persigue.

Porque el doctor Frankenstein no puede hablar a nadie de la terrible criatura que atormenta sus días. Está en sus manos, ya que no quiere mencionar a nadie el funesto fruto de su experimento. Amenazado por ese extraño hijo que está dispuesto a vengarse a toda costa, Víctor Frankenstein vive días infernales aguardando el siguiente golpe que la criatura le asestará.

Aunque, como es evidente, Mary Shelley no emplea las técnicas que un escritor contemporáneo utilizaría para desarrollar el terror psicológico, es de esa índole el tormento anímico que sufre el doctor, incapaz de adivinar qué nuevos dolores le tiene reservado su criatura.

Pero más allá del terror psicológico, lo que sufre el doctor Frankenstein es un terror moral. Arrepentido, el doctor reniega de su ciencia cuando comprende no ya el enorme dolor que se ha causado a sí mismo, sino el que puede haberle ocasionado a la humanidad.

Todavía peor que esperar un daño personal que no se sabe cuándo ni por dónde llegará, es para Víctor Frankenstein comprender que de sus manos ha surgido una potencial amenaza para el conjunto de los seres humanos. Ese es el verdadero terror.

Un terror que parece indisolublemente ligado a la raza humana, siempre inquieta, curiosa y emprendedora. ¿Y si el siguiente de sus logros (o alguno ya existente) acaba por aniquilarla?

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