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El buen soldado

14 de marzo de 2017. Sra. Castro

En la carta dedicatoria a Stella Bowen, quien fuera su pareja, que abre la presente edición (después del breve estudio preceptivo sobre el autor y su época, obligatorios en las ediciones de Cátedra), Ford Madox Ford define El buen soldado como «mi mejor libro…, al menos mi mejor libro del tiempo de preguerra». También explica cómo el título de la obra es fruto de una broma exasperada a su editor, pues su primera intención fue titular a la novela La historia más triste.

Si la historia que narra Dowell, un peculiar narrador autoconsciente, no es especialmente triste, sí desde luego es un buen libro. El buen soldado se construye con los mimbres del melodrama, de hecho presenta similitudes en su planteamiento con La copa dorada, de Henry James: dos matrimonios aparentemente perfectos que, sin embargo, ocultan un pequeño infierno tras su apariencia de respetabilidad. Pero Ford retuerce esos mimbres hasta crear una figura que cambia de forma según desde qué perspectiva el narrador trate de presentarla al lector.

Ford Madox Ford hace que Dowell, el narrador, cuente la historia de una forma que no llega a ser inconexa, pero que tampoco sigue la ilación habitual. Mediante flashbacks, enmiendas y agregados va modificando una y otra vez el relato que presenta a un lector que a ratos se imagina como a alguien que le escucha junto al fuego o como a alguien que lee una carta que él escribiera. Dowell es por tanto consciente de la importancia de su papel de narrador y, aunque finge que todo es fruto de su impericia, en el fondo está jugando a alterar a cada paso lo que el lector/oyente juzga sobre él, sobre la historia y sobre el resto de personajes.

Dowell cuenta la historia de su matrimonio, un matrimonio singular puesto que su mujer está gravemente enferma del corazón, lo que no solo les obliga a pasar gran parte de su vida en ciudades balneario, sino que además le convierte a él en enfermero más que en esposo. Durante años se relacionan con otro matrimonio, con unas relaciones que el propio Dowell califica de «tan flexibles y tan cómodas y sin embargo tan íntimas como las de un guante de buena calidad con la mano que protege. Mi mujer y yo conocíamos al capital Ashburnham y a su señora todo lo bien que es posible conocer a alguien, pero, por otra parte, no sabíamos nada en absoluto acerca de ellos»

Lo mejor del narrador Dowell es que no presenta la historia de su matrimonio y de sus relaciones con los Ashburnham desde la perspectiva que le confiere el conocer todos los detalles de la historia, sino que la cuenta según la información que él tenía en cada momento. Eso es lo que hace que la faz de su relato vaya cambiando a cada página, como también hace que cambie su opinión sobre los hechos y las personas implicadas en ellos, y, por supuesto, las del propio lector. ¿Es el suyo un matrimonio ideal?, ¿lo es el de los Ashburnham?, ¿es su esposa una pobre enferma o una mujer sagaz y manipuladora?, ¿es la señora Ashburnham víctima o verdugo de su esposo?

Ford Madox Ford construye en El buen soldado una fábula sobre la imposibilidad de aprehender la realidad. La realidad tiene en realidad mil caras y, además, cambia a cada instante a medida que nosotros mismos lo hacemos. El buen soldado es además una reflexión sobre la dificultad de conocer a los demás, de comprender o tan siquiera adivinar sus intenciones, inclinaciones o aspiraciones, ni siquiera de aquellos que creemos más cercanos.

Pero la novela es también una sátira —no demasiado ácida, pero tampoco demasiado disimulada— contra la tersa superficie de la buena sociedad, que esconde bajo su cristalina superficie de respetabilidad un remolino de aguas tan agitadas como sucias.

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