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Lo que no aprendí

18 de noviembre de 2014. José Ángel Sanz

La infancia y la memoria son dos de los temas nucleares de la literatura, y sin embargo seguimos leyendo a autores que alcanzan zonas de sombra, lugares que permanecen a oscuras hasta que ellos los iluminan. Es el caso de la joven Margarita García Robayo, que con Lo que no aprendí demuestra que la literatura conserva ese misterio que la convierte en única. Cuando pone, con talento, el foco en un personaje interesante, habla no solo de él, sino de todos los demás. También del lector que está al otro lado.

García Robayo (Colombia, 1980) ya había mostrado su voz propia en 2009, con el libro de relatos Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza. A éste le siguieron Las personas normales son muy raras (2011) y Orquídeas (2012), ambos en el mismo género. En la novela se adentró con Hasta que pase un huracán (2012) y prosiguió con esta Lo que no aprendí. Una autora prolífica, rebosante de un mundo y una voz propia.

La protagonista de Lo que no aprendí es una niña de 11 años con una familia en apariencia normal, como tantas otras, pero en detalle, también como casi todas, extraordinaria. Valga el adjetivo como algo positivo y negativo a la vez. Sus dos hermanas mayores, en plena adolescencia, se mueven en coordenadas ya opuestas a sus sentimientos y curiosidades, aún infantiles. La desprecian por pequeña. Su hermano menor lo es demasiado como para ofrecerle respuestas. Su madre es una histérica y arisca esposa, obsesivamente pendiente de su apariencia social. Su padre es la gran figura que le fascina, un prohombre admirado por la comunidad que sufre trances y emplea las ciencias ocultas.

La novela se divide en dos partes con dos voces de la misma niña, una primera, la más extensa, en la que se relatan las interrogantes y los misterios de la infancia, y una segunda, perturbadora y más breve, en la que habla esa misma niña ya convertida en adulta. Con todo lo que no se dice, todo lo que se queda en los márgenes, se construye una doliente historia personal y sentimental que llega hasta el presente.

También hay un trasfondo político en el contexto político de la Colombia de comienzos de los años 90, un conflicto que apenas atisbamos a través de los ojos de Catalina, la niña. También relaciones familiares que sospechamos, sugerencias que quedan casi por completo fuera de la atención de una niña empeñada en ese ejercicio agotador que es descifrar el mundo.

García Robayo levanta con delicadeza un monumento a la memoria, la nostalgia y, sobre todo, el recuerdo, esa construcción mental que, aunque arranca en el colectivo familiar, se convierte con los años en algo íntimo e intransferible.

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