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El principio de 'Los muertos', James Joyce
Una historia con tintes autobiográficos del revolucionario escritor irlandés.
29 de noviembre de 2024. Estandarte.com
Qué: El principio de Los muertos, de James Joyce
Este relato, uno de los mejores del irlandés James Joyce (Dublín, 1882-Zúrich, 1941), forma parte de una serie narrativa de quince obras cortas, Dublineses, centrada en personajes y situaciones significativos de la vida en Dublín.
En Los muertos, una historia con aires autobiográficos, el autor rememora una fiesta anual siempre exitosa organizada por dos hermanas que une familiares, amigos, alumnos. Hay baile y música y, como todos los años, es el momento del reencuentro, de las confidencias, del cuchicheo, de la amistad, del ajetreo; sin embargo, esta vez no es así, se percibe en el ambiente una sombra que convierte a la muerte en tema de fondo, que da paso a un mirar hacia adentro de sus protagonistas entre los que están las hermanas Julia y Kate, su sobrina Mary Jane, y, sobre todo el matrimonio formado Gabriel y Gretta Conroy.
La novela –que, junto a Retrato de un artista adolescente, anticipan Ulises, esa genial obra que hace de Dublín parte esencial– se volvió imagen gracias a la adaptación dirigida en 1987 por John Huston, que plasmó con gran sensibilidad el perfil y las situaciones familiares de sus protagonistas. Tanto la imagen cinematográfica como la letra impresa son una oportuna invitación a entrar en el mundo de Joyce, a conocer su estilo y su ciudad y a ir recorriendo paso a paso el camino que lleva a Ulises, esa difícil obra maestra (tantas veces empezada y tantas veces dejada por tantos y tantos lectores), que revolucionó –y escandalizó– el panorama literario, con una técnica que suma estilos y géneros con particular predisposición al monólogo interior.
Fue un escritor de cultura muy sólida, políglota, con un interés especial hacia la lengua y la gramática comparada, que se trasluce en su concepción creativa. Recordamos también que los libros de Joyce, pese a vivir gran parte de su vida fuera de Irlanda (París, Trieste, Zúrich, donde murió a los 59 años), son una pintura exacta de su país y especialmente de su ciudad, Dublín, que describe de manera personal, identificada con su yo interior, sin nada que ver con veleidades nacionalistas o tópicos folklóricos.
Leerle es igual a ver las calles, percibir los ambientes, tocar a los personajes, sentir olores; leerle es también un ejercicio de descubrimiento, de asombro, de admiración. Con una obra más intensa – Ulises y Finnegans Wake (El despertar de Wake) son un claro ejemplo–, que extensa en número de libros, Joyce escribió poesía –Música de cámara y Poemas o manzanas–, teatro –Los exiliados–, relatos –el maravilloso Dublineses– y lo que se puede ver como recuerdos de juventud que relata en Retrato de un artista adolescente, que publicó en la revista The Egoist y más tarde, en Nueva York, en forma de libro.
Todo ello hizo de él un miembro fundamental de la literatura; un renovador de la narración; un representante con T. S. Eliot, Virginia Woolf o Ezra Pound del modernismo anglosajón; un escritor, en fin, ensalzado por Borges, Anthony Burgess o T. S. Eliot como grande entre los grandes.
James Joyce está enterrado en el Cementerio Fluntern de Zúrich. Con el principio de Los muertos, en la traducción de Guillermo Cabrera Infante, le recordamos en 80 aniversario de su muerte.
«Lily, la hija del encargado, tenía los pies literalmente muertos. No había acabado todavía de hacer pasar a un invitado al cuarto de desahogo, detrás de la oficina de la planta baja, para ayudarlo a quitarse el abrigo, cuando de nuevo sonaba la quejumbrosa campana de la puerta y tenía que empezar a correr por el zaguán vacío para dejar entrar a otro. Era un alivio no tener que atender también a las invitadas. Pero Miss Kate y Miss Julia habían pensado eso y convirtieron el baño de arriba en cuarto de señoras. Allá estaban Miss Kate y Miss Julia, riéndose y chismeando y ajetreándose una tras la otra hasta el rellano de la escalera, para mirar abajo y preguntar a Lily quién acababa de entrar.
El baile anual de las Morkan era siempre la gran ocasión. Venían todos los conocidos, los miembros de la familia, los viejos conocidos de la familia, los integrantes del coro de Julia, cualquier alumna de Kate que fuera lo bastante mayorcita y hasta alumnas de Mary Jane también. Nunca quedaba mal. Por años y años y tan atrás como tenía memoria había resultado una ocasión lucida; desde que Kate y Julia, cuando murió su hermano Pat, dejaron la casa de Stoney Batter y se llevaron a Mary Jane, la única sobrina, a vivir con ellas en la sombría y espigada casa de la isla de Usher, cuyos altos alquilaban a Mr Fulham, un comerciante en granos que vivía en los bajos. Esto ocurrió hace sus buenos treinta años. Mary Jane, entonces una niñita vestida de corto, era ahora el principal sostén de la casa, ya que tocaba el órgano en Haddington Road. Había pasado por la Academia y daba su concierto anual de alumnas en el salón de arriba de las Antiguas Salas de Concierto. Muchas de sus alumnas pertenecían a las mejores familias de la ruta de Kingstown y Dalkey. Sus tías, aunque viejas, contribuían lo suyo. Julia, a pesar de sus canas, todavía era la primera soprano de Adán y Eva, la iglesia, y Kate, muy delicada para salir fuera, daba lecciones de música a principiantes en el viejo piano vertical del fondo. Lily, la hija del encargado, les hacía la limpieza. Aunque llevaban una vida modesta, les gustaba comer bien; lo mejor de lo mejor: costillas de riñonada, té de a tres chelines y stout embotellado del bueno. Pero Lily nunca hacía un mandado mal por lo que se llevaba muy bien con las señoritas. Eran quisquillosas, eso es todo. Lo único que no soportaban era que les contestaran [...]».
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