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Paula Ilabaca, Premio Neruda de Poesía

Reproducimos su emocionante discurso sobre la creación.

22 de marzo de 2016. Estandarte.com

Qué: Paula Ilabaca obtiene el Premio Pablo Neruda de Poesía Joven. Reproducimos su emocionante discurso sobre la creación. Dónde: Santiago de Chile.

El jurado del Premio Pablo Neruda de Poesía Joven 2015, organizado en Santiago de Chile —se destina a escritores de ese país— por la fundación que lleva el nombre del ganador del Premio Nobel, concedió el galardón a la escritora Paula Ilabaca.

El jurado estuvo compuesto por Carmen Berenguer, de la Sociedad de Escritores de Chile; José Ángel Cuevas, poeta designado por la Fundación Pablo Neruda; Carlos Franz, de la Academia Chilena de la Lengua; y Paula Miranda, directora de la Fundación Pablo Neruda.

La Fundación Pablo Neruda otorga anualmente —desde 1987— el Premio Pablo Neruda de Poesía Joven, destinado a poetas chilenos menores de 40 años. Consiste en la entrega de un diploma, una medalla y la suma de US$6.000. En el caso de Paula Ilabaca, el jurado destacó «sus contundentes propuesta y trayectoria poéticas». Ilabaca «sobresale de su promoción por su riguroso y experimental trabajo poético: vertiginoso, sonoro y lúdico; combinado con una poesía experiencial, cargada de erotismo, corporalidad y apuesta por la otredad. La poeta posee una obra consolidada y reconocida, pero siempre se muestra abierta a investigar otras posibilidades y soportes. Esto último permite suponer que su trabajo tendrá nuevas proyecciones en los años venideros, por su permanente búsqueda vital e inquietud estética».

Paula Ilabaca Núñez nació en Santiago de Chile en 1979. Ha publicado la novela La regla de los nueve (2015) y los libros de poemas Completa (2003), la ciudad lucía (2006), La perla suelta (2009), Estados de mi corazón: cuadernos de viaje (2010) e Ínsulas (2012). Recibió el Premio de la Crítica en 2010 y fue becaria de la Fundación Pablo Neruda. Hemos querido reproducir su hermoso discurso de agradecimiento del Premio Pablo Neruda de Poesía Joven, una reflexión sobre la creación artística en primera persona.

«Todas las mañanas me bajaba del auto de mi papá en Lord Cochrane con la Alameda. Caminaba hacia la Llama de la Libertad. Me dejaba ahí tipo siete y media y yo tenía clases en Campus Oriente a las diez. Me quedaba en un paradero que ahí había, antes de la llegada del transantiago, mucho antes; cuando todavía los militares habitaban las calles, como gárgolas que nos recordaban la dictadura. Me quedaba en ese paradero mirando hacia La Moneda. Andaba con mi cuaderno de croquis, donde había escrito mi primer libro Completa aunque aún no fuera un libro; aunque sólo fueran poemas juntos escritos con lápiz de pasta negro, escritos con lápiz de pasta rojo, escritos con manchones de lágrimas, escritos entre los recortes de una revista antigua encontrada en un clóset de mi casa, una revista Ideas (edición especial de Navidad). Los recortes eran de cómo hacer cremas caseras, de unos payasos para hacer galletas, de animales pequeños y burdos, dibujados a mano para que una diestra mujer pudiera recortar. En ese cuaderno entre los recortes y los poemas escritos con lápiz pasta, yo vivía.

Yo vivía ahí, encauzando los primeros garabatos de la ciudad lucía, que sería mi segundo libro, pero que en pleno año 2000 yo aún no lo sabía. Tenía veinte años. Y en los dos últimos años había envejecido al conocer las cosas más hermosas y horribles que una mujer puede conocer. Así es: la llegada de la poesía, de la verdadera poesía a cualquier vida, es lo más horripilante que pueda pasar. Por algo nuestro amado Rimbaud sentó a la belleza en sus piernas y la encontró horrible y la injurió. Nada es hermoso cuando se trabaja con la palabra. Es horrendo y doloroso. Es ominoso. Es carne. Sin embargo, hay un paso desde la caverna de la soledad de la escritura, que para mí fue mi pieza en la casa de infancia, que para mí fue el baño de esa casa de mi infancia, desde esa caverna con azulejos o con luces de la tarde, desde esa caverna, cuando se logra salir, comienza la belleza. Comenzó cuando fui a mi primer taller literario. Comenzó cuando conocí a Héctor. Comenzó cuando fui a mi primer viaje fuera de Chile gracias a la poesía.

En la Universidad, en un curso de Lengua española, nos hicieron escribir un cuento. Ese día conozco a Héctor Hernández. Nos hacemos amigos de inmediato. Recorremos la biblioteca una y otra vez. Aprendemos que hay libros que prestan por dos semanas, otros por dos días, otros por dos horas. Hay otros que sólo son de consulta en sala. Héctor descubre que hay libros del catálogo en un misterioso “Depósito de poco uso”. Esos son los libros que más leemos. En la universidad aprendimos que, como escritores, muchas cosas nos serían negadas.

Con el tiempo vamos a un taller de poesía en el entonces Balmaceda 1215, el mítico taller de Sergio Parra. En ese mundo todo era nuestro. Nada estaba prohibido. Inventábamos movimientos literarios, manifiestos, nos tomábamos casas okupa. Una semana, un chico de nuestra edad que escribía igual que nosotros podía ser el mejor cómplice y, a la siguiente, el peor enemigo. Fue en la calle donde nos educamos. Los asuntos que nos habían negado en la casa o en la academia los aprendimos a la fuerza en los bares y los baños de muchos lugares de la ciudad. La universidad se volvió campo de batalla. Luchamos día a día por instalar un lenguaje poético entre nuestros pares. La escritura permaneció siempre.

Pasan los años, Héctor se convierte en mi editor. Publica mis dos primeros libros y reparte los pdf vía correo electrónico a todos sus amigos que se había hecho en los tiempos de los blogs. Los libros son leídos y reseñados. Termina la universidad y entro como profesora a trabajar a un colegio. Héctor, Felipe Ruiz y Rodrigo Gómez van a Lima. Yo no voy. Héctor y Pablo Paredes van a México. Yo no voy. Estoy en clases con alumnos de enseñanza media, todos los días, de ocho a cinco de la tarde. Por la noche, me emociono leyendo los correos de Héctor y Pablo. Pablo me dice: Rodrigo Flores leyó parte de la ciudad lucía antes de que comenzara la lectura acá en el DF. Héctor me cuenta que todos me querían conocer. Apagaba el computador y me iba a mi pieza a leer la Oración a la maestra de Gabriela Mistral. Pensaba que mi vida como poeta, en las calles y los talleres, desaparecía lentamente. Se me ocurre entonces hacer un taller para estudiantes de media en el colegio donde trabajaba. El primer taller literario de mi vida. Tenía veinticuatro años. Mi grupo de taller iba desde los trece a los quince. Fuimos los mejores amigos ese año. Me di cuenta que eso misterioso que había escuchado decir a Zurita de “cuando la vida se vuelve poesía” era verdad.

Además del colegio, daba clases en la Escuela de la PDI. Ahí formé durante diez años a casi setecientos policías. Les di un espacio de libertad y de pensamiento en sus vidas. Los hacía disfrazarse, hacer teatro, hablar en público, opinar, criticar, reflexionar. También enseñé a cuatro generaciones de Asistentes policiales. Fui generosa con mis conocimientos, pero nunca hablé de poesía. Como ellos sabían que era poeta, algunos leían poesía o novelas para conversar conmigo. Siempre respondí con evasivas y ellos más leían. Se cumplía de nuevo que la vida podía ser poesía.

Durante diecisiete años de escritura, la lucha por la poesía ha estado presente. Nunca fui a marchas, nunca he hecho nada en la calle. He estado desde pequeñas trincheras. La escritura ha sido una de ellas. Ha comenzado y comenzado sin parar, como un caos oscilante en estos diecisiete años. Nunca ha parado. Seguro por eso siempre he amado tanto a mi poema “carrusel”: porque esta vida, la de la escritura, es un carrusel. Nunca para y siempre va en círculos.

Tengo sueños donde estoy en el patio de mi casa de infancia y doy vueltas en círculos. Tengo los brazos abiertos. Aún soy la niña en ese pequeño patio en una casa de La Florida, aún soy esa niña que lee sin parar y mira la vida desde la palabra. Años después, junto a Daniel Saldaña, dimos vueltas en círculos con los brazos abiertos mirando al cielo en Plaza de Armas, entre el rumor de las palomas. Daniel partía esa noche a su país, a México. Se llevaba algo de mí y yo con algo de él me quedaba. Ese algo eran textos, porque el verdadero amor entre poetas está en la palabra. Daniel escribió sobre una mujer que estaba harta de todo, una mujer que cantaba abriendo y cerrando puertas, ya que venga otra cosa, ya estoy sola, me arde. Al mismo tiempo yo comenzaba a escribir mi amada perla suelta. Encerrada en el baño de mi departamento, o mirando la noche desde la terraza. Enjaulada y harta, la poesía me salvó. Ya que venga otra cosa. Ya estoy sola me arde.

Durante esos años escribí La perla suelta, el canto sagrado y oscuro de una mujer que se mete con quien se le cruza. Fui silenciada y ninguneada por esa escritura. Incomprendida en su forma, de pequeñas prosas, pero continué. Con Patricia Espinosa conversábamos sobre ese tipo de escritura y me apoyó en su proceso. Con Diego Ramírez, caminábamos por la ciudad hablando de su Brian y de mi perla. Así mi libro creció. Con el tiempo, y gracias a Claudia Apablaza, La perla suelta fue publicada. Su lanzamiento fue en México. Estábamos en la casa de Héctor y Yaxkin la primera noche. Alguien dijo que mostrara mi libro: por primera vez en mi vida, sentí pudor. La perla circuló entre los que ahí estaban. Una mujer había devenido mujer para lograr ese tipo de escritura. Un capítulo en mi vida como poeta se había cerrado.

Con amigos poetas de Iberoamérica que conocí en el DF y en tantas otras ciudades, hemos estado durante años reencontrándonos y despidiéndonos. Nos hemos mandado correos diciendo: “estoy escribiendo algo que no sé si es poesía o narrativa”, “hola, no puedo más, ya no puedo escribir nada más”; “hola, es el último poema que escribo, no puedo encontrar mi ritmo, no logro encontrar el tono”. Porque entre ritmos y libros hemos vivido. De cada viaje, mis amigos se vienen conmigo convertidos en libros. Alguien una vez dijo: se publican entre ustedes porque son amigos, se publican, se invitan, viajan por el mundo porque son amigos. Y yo respondí: primero viajé, después leí y entonces los conocí. En cada aeropuerto nos hemos despedido. Tenemos la vida entera para escribir-nos. Mis amigos, mis amados amigos poetas del mundo que esta tarde quisiera que estuvieran acá: Alan, Roxana, Jessica, Jocelyn, Eugenia, Norys, Luis, Ben, Pablo, Alex, Horacio, Yaxkin, Manuel de J., Alejandro, Rodrigo, Jordi, Elena, Albert, Fernando, Martín, Manuel, Valeria, Juan, Cecilia, Gonzalo, Patricio, Guadalupe, Julien, Pedro L., Pedro R., Amora, Piti, Marcos, Fanny, Fabián, Ernesto, Ana, Andrés, entre tantos otros. Por ellos también escribí.

Una tarde de diciembre en Santiago de Chile, salgo del metro Moneda. Tengo treinta y seis años. Camino y sé que, si me doy vuelta, la enorme bandera chilena la podré ver entre medio de la gente. La Alameda es muy distinta a cómo cuando escribía mis primeros poemas y deambulaba por la ciudad. Camino hacia mi departamento, donde me espera mi gata Lolita; y al rato llegará David. Me acaban de dar el premio Neruda. Muchas cosas vienen a mi cabeza. Muchos recuerdos, amigos ya idos, personas a las que les debo mi total gratitud. Pienso en la escritura, pienso y pienso sobre ella. El primer recuerdo que se me viene nítido fue del año 2012, la última mañana que caminé por Oslo. El hotel donde nos alojaban en el encuentro literario estaba cerca del Mar del Norte. Caminé en medio de la lluvia, porque esa tarde partíamos de regreso a Chile y quería ir a mirar sola el mar. Unos días antes habíamos ido con Alejandro Zambra, pero yo necesitaba hacerlo sola. Hacía mucho frío y casi no andaba nadie en la calle. Miré hacia mi alrededor. Pensé que la poesía me había llevado hasta ese lugar. Creó que lloré y me sentí muy pequeña ahí frente al mar. Igual como el día que recibí este premio. Quizás después de toda esta vida, la poesía esté en los asuntos ínfimos de la existencia. Quizás la poesía sea como el mar, incontrolable, acuosa, llena de vida y de muerte, de tesoros y ritmos reiterados. Llena de cuerpos y secretos, salina, violenta y densa. O quizá sea algo pequeño que siento cada vez que escribo y estoy sola y escribo y escribo; porque, como siempre he dicho, es lo único que me sale bien en esta vida, es lo único que sé hacer, de lo único que me puedo afirmar».

 

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