Tony Takitani, de Haruki Murakami

19 de julio de 2021. Estandarte.com

Tony Takitani llegó a los lectores hace años, venía en el libro de relatos Sauce ciego, mujer dormida que escribió Murakami en los años 90, y que llegó al cine bajo la dirección de Jun Ichikawa, director y guionista japonés.

Aparece ahora en solitario, con entidad propia, en esta cuidada edición de Tusquets Editores, enriquecida con unas maravillosas ilustraciones de Ignasi Font.

Es una historia breve, redonda, con pocos y bien definidos personajes. Muy concisa, cuenta con un lenguaje transparente teñido de cierto misterio (es Murakami), un recorrido, un camino de ida y vuelta que empieza y termina en el reino de la soledad.

“El nombre real de Tony Takitani era, verdaderamente, Tony Takitani. Debido a su nombre (en el registro civil figuraba, por supuesto, Tony Takitani) y a que tenía las facciones muy pronunciadas y el pelo rizado, cuando era pequeño solían tomarle por un niño mestizo”.

Con esta descripción el autor presenta y comienza la historia de un niño, luego, adolescente y después adulto, que creció en la posguerra. Podría ser uno de los montones de niños por los que corría sangre de soldados norteamericanos. Pero era japonés e hijo de japoneses.

Si bien Tony era un solitario, un ser que vivía hacia el interior, su padre caminaba por otros senderos –vividor, mujeriego, guapo, simpático, un artista en el arte de buscar relaciones convenientes– que vivió y disfrutó de la vida en Shanghái, que se mantuvo al margen de conflictos bélicos (desde la guerra del Pacífico hasta el bombardeo de Pearl Harbor), siempre tocando el trombón, siempre rodeado de mujeres y siempre con la suerte a su favor; pudo ser ejecutado, pero encaró ese peligro sin temor, con tranquilidad, total, un tiro es rápido y el dolor apenas dura, lo que importa es todo lo disfrutado: “Hasta ahora he vivido como me ha dado la gana y me acostado con un montón de mujeres’ se decía. ‘He comido muy bien, he tenido mucha suerte en la vida. No dejo atrás nada que valga pena. Aunque me maten, así por las buenas, no puedo quejarme. En fin, así están las cosas. Pedir más sería abusar. En esta guerra han muerto millones de japoneses. Y montones de personas han tenido una muerte infinitamente peor que la mía.” Toda una declaración de principios.

Ese era su padre. Su madre, en cambio, murió pronto y no está en su memoria. Tony creció solo, los cuadernos y los lápices fueron sus compañeros, dibujaba con precisión objetos concretos, lejos de la creación o la imaginación, y esa facilidad de trazado le llevó a estudiar bellas artes –sus obras siempre eran diferentes a las del resto del curso– y a convertirse en un genio del diseño. Gana una fortuna, se ve con su padre, hay entre ellos afecto auténtico, pero no expresado.

Todo sigue su cauce, vive en su mundo, no necesita nada ni a nadie. Pero aparece ella, una mujer dominada por una atracción irresistible hacia los vestidos, los zapatos, los complementos, incapaz de vencer la tentación de los escaparates, una compradora compulsiva. Su forma de vestir y llevar la ropa atrapa y enamora a Tony.

“Había muchas mujeres que vestían con buen gusto. Muchas que iban más elegantes que ella. Pero el caso de aquella chica era diferente. Vestía con tanta naturalidad, con tanta gracia, que parecía un pájaro envuelto en un aire especial, como si se dispusiera a alzar el vuelo hacia otro mundo”. Así llega el amor y llega el miedo a volver a la soledad…

Con este extraordinario relato Murakami nos deja atados a su imaginación, a su manera de contar, a ese lenguaje tan personal que ha ido creciendo desde aquel inolvidable Tokio Blues hasta La muerte del comendador, esa novela enigmática, y misteriosa que de nuevo retrata el mundo de este gran escritor japonés.