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El principio de Últimas tardes con Teresa

En recuerdo de Juan Marsé y de su novela magistral.

16 de abril de 2024. Estandarte.com

Qué: El principio de Últimas tardes con Teresa Autor: Juan Marsé

Últimas tardes con Teresa, de Juan MarséJuan Marsé fue un narrador genuino, contó como pocos la Barcelona de la posguerra, una época de ignominia en lo social, lo político, lo moral y lo religioso, recreada en novelas de atmósfera enrarecida y decadente, en las que cabe el humor y la sátira y deslumbra su prosa vibrante y fresca. Nació en Barcelona el 8 de enero de 1933 y murió en esa misma ciudad el 18 de julio de 2020. Allí vivió la mayor parte de su vida, dedicado, desde 1966, a la literatura. Escribía en castellano, pero, como él mismo señaló en alguna ocasión, su lengua literaria era hija de la convivencia en Cataluña del catalán y el castellano. Lengua enriquecida por ese mestizaje, por muchas lecturas, cómics, aventis (narraciones orales más o menos improvisadas), cine…

La novela que consolidó internacionalmente su nombre fue Últimas tardes con Teresa, con la que obtuvo el Premio Biblioteca Breve en 1965 y que, como se señala en la página web de la Agencia Literaria Carmen Balcells –su agente–, es un hito de la literatura española contemporánea. En ella cuenta los amores de Pijoaparte, un charnego que intenta abrirse camino en una sociedad que le es ajena por la lengua, las costumbres…, y Teresa, una joven estudiante de buena familia; retrata la Barcelona de después de la Guerra Civil, su proletariado y su burguesía, y describe un mundo de contradicciones a partir de un malentendido juvenil. Planeó esta obra en París, ciudad donde vivió varios años siguiendo el consejo de dos de sus grandes amigos, Jaime Gil de Biedma y Carlos Barral, pero la escribió en Barcelona. Este es su maravilloso principio, tomado de la edición de Lumen, 2020:

“Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última noche de Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals de las velas) en un barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada, todo ha terminado. Está vacío el tablado donde poco antes la orquesta interpretaba melodías solicitadas, el piano cubierto con la funda amarilla, las luces apagadas y las sillas plegables apiladas sobre la acera. En la calle queda la desolación que sucede a las verbenas celebradas en garajes o en terrados: otro quehacer, otros tráfagos cotidianos y puntales, el miserable trato de las manos con el hierro y la madera y el ladrillo reaparece y acecha en portales y ventanas, agazapado en espera del amanecer. El melancólico embustero, el tenebroso hijo del barrio que en verano ronda la aventura tentadora, el perdidamente enamorado acompañante de la bella desconocida todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde archipiélago. Cuelgan las brillantes espirales de las serpentinas desde balcones y faroles cuya luz amarillenta, más indiferente aún que las estrellas, cae en polvo extenuado sobre la gruesa alfombra de confeti que ha puesto la calle como un paisaje nevado. Una ligera brisa estremece el techo de papelitos y le arranca un rumor fresco de cañaveral.

La solitaria pareja es extraña al paisaje como su manera de vestir lo es entre sí: el joven (pantalón tejano, zapatillas de básquet, niki negro con una arrogante rosa de los vientos estampada en el pecho) rodea con el brazo la cintura de la elegante muchacha (vestido rosa de falda acampanada, finos zapatos de tacón alto, los hombros desnudos y la melena rubia y lacia) que apoya la cabeza en su hombro mientras se alejan despacio, pisando con indolencia la blanca espuma que cubre la calle, en dirección a un pálido fulgor que asoma en la próxima esquina: un coche sport. Hay en el caminar de la pareja el ritual solemne de las ceremonias nupciales, esa lentitud ideal que nos es dado gozar en sueños. Se miran a los ojos. Están llegando al automóvil, un Floride blanco. Súbitamente, un viento húmedo dobla la esquina y va a su encuentro levantando nubes de confeti; es el primer viento del otoño, la bofetada lluviosa que anuncia el fin del verano. Sorprendida, la joven pareja se suelta riendo y se cubre los ojos con las manos. El remolino de confeti zumba bajo sus pies con renovado ímpetu, despliega sus alas níveas y les envuelve por completo, ocultándoles durante unos segundos: entonces ellos se buscan tanteando el vacío como en el juego de la gallina ciega, ríen, se llaman, se abrazan, se sueltan y finalmente se quedan esperando que esta confusión acabe, en una actitud hierática, dándose mutuamente la espalda, perdidos por un instante, extraviados en medio de la nube de copos blancos que gira en torno a ellos como un torbellino.”

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