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El comienzo de 'Frankenstein'
Mary Shelley escribió la historia más terrorífica de todos los tiempos.
06 de octubre de 2024. Estandarte
Qué: El comienzo de Frankenstein, de Mary Shelley.
Una mujer escribió la historia más terrorífica de todos los tiempos. Ya han pasado más de 165 años de la muerte de Mary Shelley, que falleció en Londres en 1851. Mary Wollstonecraft Shelley, Godwin de soltera, había nacido en la capital británica el 30 de agosto de 1797, y dejaba para la posteridad una extensa carrera literaria en la que destacó Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), una novela gótica que ingresó en el imaginario de todos.
Hija del filósofo William Godwin y la filósofa Mary Wollstonecraft —pionera del feminismo—, casada con el poeta Percy B. Shelley, Mary Shelley formó parte de la mítica reunión de Villa Diodati en el verano de 1816. En esta mansión —habitada en épocas anteriores por John Milton, Rousseau o Voltaire— cerca del lago de Ginebra, en la localidad suiza de Cologny, un grupo de escritores pasó varias noches de junio —del 16 al 19— del «año sin verano»: el año en el que la explosión del volcán Tambora, en Indonesia, cambió el sol por las nubes y la lluvia.
Los residentes en Villa Diodati —Mary Shelley, Percy B. Shelley, Claire Clairmont, John William Polidori, la condesa Emmanuela Potocka, Matthew Lewis y Lord Byron, dueño de la mansión— pasaban las horas contando las historias de terror de Phantasmagoriana, un libro alemán aportado por Polidori y que incluía historias alemanas de fantasmas, amparándose en el paisaje que aguardaba más allá de los casa. De estas noches, y del reto de escribir cada uno un relato como los que habían compartido, surgieron dos de los más grandes mitos del terror: El vampiro, de John William Polidori, publicado en 1819; y Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley. Lord Byron esbozaría El entierro, un cuento inacabado en el que conjuga el personaje de Polidori con uno de sus propios libros de poemas, Las peregrinaciones de Childe Harold.
El relato de Mary Shelley es bien conocido, quizá por su presencia en la gran pantalla, más que por la versión literaria. Víctor Frankenstein, un estudiante de medicina, juega a ser Dios uniendo distintas partes de cadáveres diseminados. Cuando el joven infunde una chispa eléctrica al monstruoso cuerpo, que ronda los dos metros y medio de estatura, surge la vida. Mary Shelley reescribiría la historia de Frankenstein en 1831, con un mayor dominio de la escritura, aunque la versión que conocemos —más cruda e incómoda— sigue siendo la inicial. Además de esta novela mítica, la primera de la autora, Mary Shelley escribió otras ficciones, con especial interés en las históricas: Valperga (1823), El último hombre (1826), Perkin Warbeck (1830), Lodore (1835) y Falkner (1837). Además, fue autora del libro de viajes Caminatas en Alemania e Italia (1844), y de una rareza ensayística: una serie de artículos sobre autores españoles, franceses, italianos y portugueses que Dionysius Lardner incluyó en su Cabinet Cyclopaedia (1829-46).
Hemos querido recordar a Mary Shelley compartiendo el primer capítulo de Frankenstein o el moderno Prometeo:
«A la señora Saville, Inglaterra
San Petersburgo, 11 de diciembre de 17...
Te alegrarás de saber que ningún percance ha acompañado el comienzo de la empresa que tú contemplabas con tan malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera obligación es tranquilizar a mi querida hermana sobre mi bienestar y comunicarle mi creciente confianza en el éxito de mi empresa.
Me encuentro ya muy al norte de Londres, y andando por las calles de Petersburgo noto en las mejillas una fría brisa norteña que azuza mis nervios y me llena de alegría. ¿Entiendes este sentimiento? Esta brisa, que viene de aquellas regiones hacia las que yo me dirijo, me anticipa sus climas helados. Animado por este viento prometedor, mis esperanzas se hacen más fervientes y reales. Intento en vano convencerme de que el Polo es la morada del hielo y la desolación. Sigo imaginándomelo como la región de la hermosura y el deleite. Allí, Margaret, se ve siempre el sol, su amplio círculo rozando justo el horizonte y difundiendo un perpetuo resplandor. Allí pues con tu permiso, hermana mía, concederé un margen de confianza a anteriores navegantes, allí, no existen ni la nieve ni el hielo y navegando por un mar sereno se puede arribar a una tierra que supera, en maravillas y hermosura, cualquier región descubierta hasta el momento en el mundo habitado. Puede que sus productos y paisaje no tengan precedente, como sin duda sucede con los fenómenos de los cuerpos celestes de esas soledades inexploradas. ¿Hay algo que pueda sorprender en un país donde la luz es eterna? Puede que allí encuentre la maravillosa fuerza que mueve la brújula; podría incluso llegar a comprobar mil observaciones celestes que requieren sólo este viaje para deshacer para siempre sus aparentes contradicciones. Saciaré mi ardiente curiosidad viendo una parte del mundo jamás hasta ahora visitada y pisaré una tierra donde nunca antes ha dejado su huella el hombre. Estos son mis señuelos, y son suficientes para vencer todo temor al peligro o a la muerte e inducirme a emprender este laborioso viaje con el placer que siente un niño cuando se embarca en un bote con sus compañeros de vacaciones para explorar su río natal. Pero, suponiendo que todas estas conjeturas fueran falsas, no puedes negar el inestimable bien que podré transmitir a toda la humanidad, hasta su última generación, al descubrir, cerca del Polo, una ruta hacia aquellos países a los que actualmente se tarda muchos meses en llegar; o al desvelar el secreto del imán, para lo cual, caso de que esto sea posible, sólo se necesita de una empresa como la mía.
Estos pensamientos han disipado la agitación con la que empecé mi carta y siento arder mi corazón con un entusiasmo que me transporta; nada hay que tranquilice tanto la mente como un propósito claro, una meta en la cual el alma pueda fiar su aliento intelectual. Esta expedición ha sido el sueño predilecto de mis años jóvenes. Apasionadamente he leído los relatos de los diversos viajes que se han hecho con el propósito de llegar al Océano Pacífico Norte a través de los mares que rodean el Polo. Quizá recuerdes que la totalidad de la biblioteca de nuestro buen tío Thomas se reducía a una historia de todos los viajes realizados con fines exploradores. Mi educación estuvo un poco descuidada, pero fui un lector empedernido.
Estudiaba estos volúmenes día y noche y, al familiarizarme con ellos, aumentaba el pesar que sentí cuando, de niño, supe que la última voluntad de mi padre en su lecho de muerte prohibía a mi tío que me permitiera seguir la vida de marino.
Aquellas visiones se desvanecieron cuando entré en contacto por primera vez con aquellos poetas cuyos versos llenaron mi alma y la elevaron al cielo. Me convertí en poeta también y viví durante un año en un paraíso de mi propia creación; me imaginé que yo también podría obtener un lugar allí donde se veneran los nombres de Homero y Shakespeare. Tú estás bien al corriente de mi fracaso y de cuán amargo fue para mí este desengaño. Pero justo entonces heredé la fortuna de mi primo, y, mis pensamientos retornaron a su antiguo cauce.
Han pasado seis años desde que decidí llevar a cabo la presente empresa. Incluso ahora puedo recordar el momento preciso en el que decidí dedicarme a esta gran labor. Empecé por acostumbrar mi cuerpo a la privación. Acompañé a los balleneros en varias expediciones al mar del Norte y voluntariamente sufrí frío, hambre, sed y sueño. A menudo trabajé más durante el día que cualquier marinero, mientras dedicaba las noches al estudio de las matemáticas, la teoría de la Medicina y aquellas ramas de las ciencias físicas que pensé serían de mayor utilidad práctica para un aventurero del mar. En dos ocasiones me enrolé como segundo de a bordo en un ballenero de Groenlandia y ambas veces salí con éxito. Debo reconocer que me sentí orgulloso cuando el capitán me ofreció el puesto de piloto en el barco y me pidió reiteradamente que me quedara ya que tanto apreciaba mis servicios. Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco llevar a cabo alguna gran empresa? Podía haber pasado mi vida rodeado de lujo y comodidad, pero he preferido la gloria a cualquiera de los placeres que me pudiera proporcionar la riqueza. ¡Si tan sólo una voz, alentadora me respondiera afirmativamente! Mi valor y mi resolución son firmes, pero mis esperanzas fluctúan y mi ánimo se deprime con frecuencia. Estoy a punto de emprender un largo y difícil viaje, cuyas vicisitudes exigirán de mí todo mi valor. Se me pide no sólo que levante el ánimo de otros, sino que conserve mi entereza cuando ellos flaqueen.
Esta es la época más favorable para viajar por Rusia. Vuelan sobre la nieve en sus trineos; el movimiento es agradable y, a mi modo de ver, mucho más cómodo que el de los coches de caballos ingleses. El frío no es extremado, si vas envuelto en pieles, atuendo que yo ya he adoptado. Hay una gran diferencia entre andar por la cubierta y permanecer sentado, inmóvil durante horas, sin hacer el ejercicio que impediría que la sangre se te hiele materialmente Frankenstein o el moderno Prometeo en las venas. ¡No tengo la intención de perder la vida en la ruta entre San Petersburgo y Arkángel.
Partiré hacia esta última ciudad dentro de dos o tres semanas, y pienso fletar allí un barco, cosa que me será fácil si le pago el seguro al dueño; también contrataré cuantos marineros considere precisos de entre los que están acostumbrados a ir en balleneros. No pienso navegar hasta el mes de Junio; y en cuanto a mi regreso, querida hermana, ¿cómo responder a esta pregunta? Si tengo éxito, pasarán muchos, muchos meses, incluso años, antes de que tú y yo nos volvamos a encontrar. Si fracaso, me verás o muy pronto, o nunca.
Hasta la vista, mi querida y excelente Margaret. Que el cielo te envíe todas las bendiciones y a mí me proteja para que pueda atestiguarte una y otra vez mi gratitud por todo tu amor y tu bondad.
Tu afectuoso hermano,
Robert Walton»
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