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Rompecabezas y otras historias, de Pablo de Santis y Max Cachimba
Ray Bradbury y Mario Levrero juntos en una novela gráfica imperdible.
12 de abril de 2025. Iván de la Torre
Qué: Rompecabezas y otras historias Autores: Pablo de Santis (guion); Max Cachimba (dibujante) Editorial: Ediciones Colihue Año: 1995 Páginas: 128 Precio: 4500 pesos argentinos

Ofrecer un realismo con mínimos toques fantásticos, sin estridencias ni golpes de efecto innecesarios, fue el gran aporte de Pablo de Santis y Max Cachimba al tebeo argentino de los ochenta, dominado, hasta ese momento, por héroes fabulosos en escenarios exóticos, inmortalizados por Ricardo Barreiro en una serie de títulos con gran éxito de público y crítica (El mago, El mundo subterráneo, La fortaleza móvil; Travesía por el laberinto).
De Santis mezcló ciencia ficción, fantasía, terror y humor, siempre con un toque de profunda melancolía, ayudado por el inmenso e increíble talento de un prodigioso dibujante quinceañero que no se limitó a ilustrar los guiones y enriqueció cada historia con sus propias invenciones.
El escritor recordó: “Le mandaba los guiones a Rosario, y después llegaban esas historietas extrañísimas, de las que sólo se podía esperar lo inesperado. Cada nueva historieta, y aun cada cuadro, era una completa invención. Sus dibujos cumplían con la historia, pero a la vez parecían proponer otra. Así hicimos Rompecabezas con Max, y creo que el título describe muy bien sus dibujos de aquel entonces, donde todos los elementos de la historieta parecían conectados: una espiral, por ejemplo, se repetía en un peinado, en la fachada de un edificio, en una nube”.
El dibujante, por su parte, confesó: “Mis primeras historietas publicadas fueron las que hice con guiones de Pablo, historias que me encantaban y asombraban por su precisión narrativa e imaginación desenfrenada. En un afán juvenil de experimentación gráfica, yo interpretaba sus guiones de maneras insólitas, a veces haciendo pastiches. Yo mismo me planteaba problemas técnicos que después resolvía, apoyándome en los recursos narrativos de las historietas (Asterix, Nippur de Lagash) y de los libros que leía: novelas de aventuras de Julio Verne, relatos policiales de intriga. No sólo me preguntaba cómo dibujar algo, sino que trataba de responder al desafío de cómo encontrar la manera más interesante de contar una historia. También fue una revelación conocer de adolescente a Mosquil y al Marinero Turco, dibujantes surrealistas rosarinos que editaban unas historietas desopilantes. Mi modo de trabajar, utilizando un poco estas referencias mencionadas como inspiración y también como límite, es pintar escenas con criaturas y objetos en situaciones equívocas, estrafalarias, más bien dotando a las cosas de propiedades de símbolo afectivo o emocional, para que funcionen más como elementos de un lenguaje o una sensación que cómo objetos reales. En un corto de Betty Boop a un personaje le duele una muela, y se muestra el interior de la muela, donde hay unos diablillos martillando el nervio. Creo además que esto se parece bastante a mi percepción o sensibilidad cotidiana: supongo todo el tiempo que en cualquier momento puede suceder cualquier cosa. No puedo dejar de ver a una cafetera como animada por un espíritu, que pueda de repente cantar y bailar. Los temas, personajes y objetos que voy incluyendo en una escena surgen de impulsos inescrutables. Elijo algunos ingredientes conocidos de aquí y allá y pruebo algunas variantes, asociaciones extravagantes, exageraciones, disparates sin ton ni son, algún cambio brusco en un relato por el cual deja de ser verosímil o lógico. Desde hace un tiempo insisto a veces en ubicar algunos personajes en una especie de escenario entre cortinas, es como una representación de otra representación”.
Como señaló acertadamente Juan Sasturain, la dupla “soslaya los efectos y elige los afectos, crece en los detalles cálidos, el sabor melancólico de los anacronismos sentimentales. Ambos inventan un mundo propio”.
El tierno y desolador Oficina de objetos perdidos sintetiza ese universo gris, siempre en penumbras, que recuerda la obra y el tono del uruguayo Mario Levrero, donde la desesperanza no llega a convertirse en desesperación, pero los personajes siempre arrastran un cansancio de siglos que se nota en sus palabras, actitudes y gestos: «Siempre encuentro las cosas que vienen a buscar los muertos. Esas cosas tristes y olvidadas que no les sirven de nada y que los hacen soñar».
En el mundo crepuscular de la dupla, las personas comunes sufren, con resignación, la aparición sorpresiva de un elemento fantástico que altera sus vidas para siempre:
«La casa estaba en un barrio alejado del centro. La rodeaban conventillos y prostíbulos deshabitados. Los días pasaban. A pesar de que el camión iba y venía, la casa seguía repleta de muebles...
Así comenzó nuestra investigación. Descubrimos que la casa tenía conexiones con los conventillos y los prostíbulos. Que todo formaba parte de la casa. Montamos guardia noche tras noche, pero fue inútil. Los muebles seguían llegando por el tobogán del silencio... Algunas cosas llegaban a inquietarnos:
Hombre: Este es un autito que perdí cuando era chico, en una mudanza...
Mujer: Este es mi cuaderno de tercer grado, ¿cómo llegó hasta acá?
Otra vez encontramos un ataúd que no quisimos abrir.
Llegó un día en que las paredes ya no pudieron contener la estampida de los muebles. Todo estalló. Aquello era la verdadera mudanza. Desde ese día no volví a ver a Carla. También nosotros, como los muebles, nos dispersamos sin rumbo, sin destino...».
El lector acepta, con total naturalidad, la irrupción de lo fantástico en lo cotidiano porque, a diferencia de otros creadores, De Santis y Cachimba no buscan sorprenderlo ni asustarlo, solo entretenerlo con su visión personal de un mundo donde la rutina y la magia conviven sin estridencias:
«En este hotel nadie deja rastros. Cuando uno deja una habitación, abre una puerta hacia otra vida. Los pasajeros se van por túneles secretos, con otra ropa, con otro nombre, hacia lugares lejanos, por eso es imposible seguir a nadie. ¿No quiere usted también tomar un cuarto? ¿No está aburrido de su nombre y de su profesión? ¿No quiere ser otro?».
«Yo era como un astronauta en busca de los planetas deformes y remotos de su infancia. Sentí que atravesaba los tiempos. Aquello era como un museo de todos los naufragios. En las vitrinas de los remolinos se exhibían las piezas gastadas por el fluir de las corrientes...».
En un época (año 1984, flamante comienzo de la democracia en Argentina, tras una feroz dictadura militar) donde parecía inevitable escribir historias marcadas por la denuncia prepotente (como demostró el mediocre guionista y dibujante Peyro, con sus predecibles unitarios caracterizados por la denuncia boba y sus estereotipados malos de anteojos negros y mentones cuadrados), De Santis y Cachimba prefirieron usar el humor y la melancolía para crear un mundo personal lleno de situaciones, escenarios y personajes que parecen tomados del primer –y mejor– Ray Bradbury al que le sumaron el tono melancólico del gran Mario Levrero para crear un producto único e inimitable que marcó un estilo y revitalizó la novela gráfica argentina.
Comentarios en estandarte- 2
1 | Luz María Mikanos
11-05-2024 - 19:24:37 h
Historietas únicas de estrafalaria mezcla de ficción! Gracias por publicar.
2 | Ivan
12-05-2024 - 21:32:47 h
Muchas gracias por tu comentario, querida Luz, es verdad: estrafalaria cf!