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El inicio de Cumbres borrascosas

Emily Brontë lo publicó bajo el seudónimo masculino de Ellis Bell.

26 de enero de 2024. Estandarte.com

Qué: El inicio de Cumbres borrascosas Autora: Emily Brontë Traducción: Traducción cedida por Plaza & Janés Editorial: Orbis

Ya se han cumplido más de doscientos desde que naciera Emily Brontë, autora de Cumbres borrascosas, el 30 de julio de 1818. Era la quinta de seis hermanos que pronto se quedaron huérfanos de madre y al cuidado de su padre, un pastor anglicano.

Junto con Anne y Charlotte, Emily Brontë creó un mundo imaginario muy potente en el que daba rienda suelta a historias protagonizadas por mujeres apasionadas y, a menudo, atormentadas. En eso coincidían las tres hermanas escritoras (dos habían muerto de tuberculosis y el otro era un varón, Branwell que se interesó por la pintura, aunque también escribía versos). Fruto de las sesiones de fantasía y trabajo posterior aparecieron al menos tres –y posiblemente más–, obras imprescindibles en la literatura inglesa: Jane Eyre, de Charlotte Brontë; Agnes Grey, de Anne Brontë; y Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë. Esta última, mal acogida o mal entendida en su momento por la crítica quizás por sus novedades estilísticas, narra una historia de amor (o de amores) desesperado con venganzas, traiciones, secretos y odios como solo puede darse entre sagas familiares.

Fue publicada en 1847, un año antes de la muerte de su autora con un nombre masculino: Ellis Bell. Este es su inicio:

 

He vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar más agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros. Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus ojos desaparecieron entre sus párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle:

- ¿El señor Heathcliff?

Él asintió con la cabeza.

- Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insitencia en alquilar la “Granja de los Tordos” no le habrá causado molestia.

- Puesto que la casa es mía –respondió apartándose de mí– no hubiese consentido que nadie me molestase sobre ella, si así se me antojaba. Pase.

Rezongó aquel “pase” entre dientes, con aire tal  como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la puerta en confirmación de lo que decía. Eso bastó par que yo resolviese entrar, interesado por aquel sujeto, al parecer más reservado que yo mismo. Y como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena de la puerta y me precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a gritos:

-¡José! ¿Llévate el caballo de este seño y danos vino!

Puesto que ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se reducía a él. Por eso entre las baldosas del barro medraban hierbajos y los setos estaban sin recortar, solo mordisqueadas sus hojas por el ganado.

José era hombre entrado en años, aunque sano y fuerte. Lanzó un contrariado “¡Dios nos valga!” y, mientras se llevaba el caballo, me miró con tanta malignidad que preferí suponer que impetraba el socorro divino para digerir bien la comida, y no con motivo de mi presencia.

A la casa donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba “Cumbres Borrascosas” en el dialecto local. El nombre traducía bien los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había tempestad. Ventilación no faltaba sin duda. Se advertía lo mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el hecho de que los matorrales se doblegaban en un solo sentido, como si se prosternasen ante el sol. El edificio era sólido, de espesos muros a juzgar por lo hondo de las ventanas, y protegidos por grandes guardacantones.

Parándome miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía “Hareton Earnshaw, 1500”. Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la inscripción. Aunque me hubiese gustado comentar todo aquello con el rudo dueño de la casa, no quise aumentar con esto la impaciencia que parecía evidenciar mientras me miraba desde la puerta como instándome a que entrase de una vez o me marchara.

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