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Oscar Wilde, vida y obra

Brillante, provocativo, esnob, esteta… ese fue Oscar Wilde.

27 de febrero de 2024. Estandarte.com

Qué: Biografía de Oscar Wilde

Oscar Wilde (Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde) nació en octubre de 1854 en Dublín y murió en París en noviembre de 1900. En el corto espacio de tiempo que duró su vida pasó de ser el escritor favorito, mimado y aplaudido por la nobleza y la alta burguesía londinense a caer en desgracia y acabar sus últimos años sumido en la indigencia.

La condena a dos años (1895-1897) de trabajos forzados por homosexualidad, le llevó a vivir en París y le condujo irremediablemente a su triste y prematuro final.

Pero es la genialidad, el ingenio, la pasión por la belleza, el arte por el arte, la entrega total al esteticismo (movimiento artístico inglés que proclama, entre otros principios, la primacía de la belleza por encima de la moral o de los temas sociales) lo que mejor define su vida y estilo.

Así lo describe el poeta Luis Antonio de Villena en el prólogo a la novela Wilde encadenado, de José Carlos Bermejo: “[…] Si bien el esteticismo inglés lo inventaron Ruskin, Walter Pater –que fue profesor en Oxford de Wilde– y lo siguieron poetas como Swinburne o el también pintor prerrafaelista y decadente Dante Gabriel Rossetti, fue Oscar Wilde quien lo convirtió en una tarea de propaganda personal y en objetivo de divulgación.

El Wilde que se paseaba con un girasol en la mano y que lucía ‘el traje estético’ (aspiraba a que hombres y mujeres vistieran de otra manera) incluyendo hebillas doradas en los zapatos de charol… Es decir, Oscar Wilde llegó al festival esteticista de los últimos pero se convirtió (al poner su persona al servicio de la causa) en prácticamente el primero… […]”.

La brillantez de su obra, sus poemas, sus cuentos y su teatro hablan de la agudeza creativa de un autor que asocia el arte con una imagen, la suya, de cuidada vestimenta, inequívocamente dandy –pieles, terciopelos, flores en el ojal…–, de poses estudiadas, pensativas, de melena ondulada, mirada triste y lejana. Una imagen que para muchos se retrataba en Patience, opereta crítica con el movimiento esteticista, obra de los libretistas Gilbert & Sullivan, con un personaje que, aunque no fue esa la intención de los autores, era fácil asociar con Wilde.

El público así lo vio y aplaudió, él no puso reparos –nunca le importó ser centro de atención– y la obra consiguió éxito rotundo tanto en Inglaterra como en Estados Unidos. Precisamente la presencia del escritor en aquel país en 1881, sus conferencias sobre El Renacimiento inglés del Arte y su personal y excéntrica manera de expresarse y presentarse fueron el preludio para que el posterior estreno de Patience se hiciera con el fervor del público americano.

Wilde, que no encontró obstáculos para seguir su vocación ni para triunfar, todo lo contrario, pertenecía a una familia intelectual y acomodada: el padre era un célebre cirujano, arqueólogo y estadista y la madre, con el seudónimo de Speranza, fue una poetisa de vibrante ardor nacionalista. Creció en un ambiente culto, propicio al estudio y el conocimiento; disfrutó de una esmerada educación, aprendió muy pronto a hablar francés y alemán y sentía especial admiración por Grecia e Italia.

El Trinity College de Dublín y más tarde el prestigioso Magdalen College de Oxford se encargaron de su desarrollo intelectual. Allí destacó como un gran clasicista, se inició en el esteticismo y se interesó por el catolicismo, religión a la que se convertiría poco antes de morir. Terminados los estudios, e instalado en Londres, empieza una exitosa carrera encadenando conferencias, charlas en salones de sociedad y viajes a Estados Unidos o a París, donde conoció a Verlaine.

De aquellos años es su primer volumen de poemas (1881). En 1884 se casa con Constance Lloyd (la separación llegaría con el escándalo de su proceso y condena); escribe en revistas literarias, proclama y pone en práctica sus teorías y se asienta como una de las personalidades más influyentes de aquel Londres de la época victoriana.

Pero no todo era periodismo y vida social, entre 1888 y 1891 se acerca a los pequeños de la casa con historias de hadas y con cuentos como los que aparecen en El príncipe feliz, un libro leído por los niños durante generaciones; le siguen nuevas publicaciones como El crimen de Lord Arthur Savile y otros relatos; o esa divertidísima historia que es El fantasma de Canterville.

Como ensayista sacó a relucir en Intenciones toda la inteligencia y la sensibilidad de la que estaba dotado para trasmitir su idea del arte, la literatura y la vida. De esta etapa es su única novela El retrato de Dorian Gray, versión personal de Fausto, encarnado en un joven de extraordinaria belleza decidido a mantenerla a costa de que sea un cuadro quien refleje el paso del tiempo. Cercana al género gótico y considerada como la biblia del esteticismo decadente, recibió airadas críticas por su inmoralidad, las mismas que tuvo Salomé, una tragedia escrita en francés sin posibilidad, entonces, de traducirse al inglés.

Y llega el gran momento, ese que le empuja a puestos de privilegio, con las comedias de salón que lo reafirman como el mejor comediógrafo del momento con piezas que delatan la frivolidad, las convenciones sociales, la hipocresía, un mundo decadente con diálogos y situaciones chispeantes, con un juego de humor, fantasía, sátira y patetismo vestidos con extraordinaria elegancia externa. Entre ellas destacan tres piezas geniales El abanico de Lady Windermere, Una mujer sin importancia y La importancia de llamarse Ernesto que hemos podido disfrutar bien en el teatro, bien en los libros o bien en el cine con adaptaciones impecables de, entre otros, Ernst Lubitsch, Otto Preminger o Alexander Korda. 

Wilde vive una etapa de esplendor que se rompe de pronto cuando en 1895 el  Marqués de Queensbury, tío de Alfred Douglas, amante del escritor, lanzo contra él una campaña en prensa acusándolo de homosexualidad a la que el escritor contestó con una demanda por difamación que se volvió en su contra y lo confinó durante dos años en la cárcel de Wandsworth Reading, años que le inspiraron su famosa Balada de la cárcel de Reading, que respira dolor y compañerismo, como el que canta en estas dos estrofas:

Yo, con otras almas en pena,
Caminaba en otro corro
Y me preguntaba si aquel hombre habría hecho
Algo grande o algo pequeño,
Cuando una voz susurró a mis espaldas
“¡A ese tipo lo van a colgar!”

¡Santo Cristo! Hasta los muros de la cárcel
De pronto parecieron vacilar
Y el cielo sobre mi cabeza se convirtió
En un casco de acero ardiente:
Y aunque yo también era un alma en pena,
Mi pena no podía sentirla.

Esta balada, que escribió un año después de salir de prisión, y la carta en verso De profundis, que dirigió a Alfred Douglas publicada después de su muerte, muestran un ser diferente, dolido, herido emocionalmente, abandonado, capaz de perdonar, pero sin dejar ejercer una mordaz crítica de la sociedad. Una sociedad que le dio la espalda, canceló la representación de sus comedias y dejó que muriera cubierto de desprestigio.

Este triste final nos impulsa a recordar algunas de sus famosas frases con las que dio voz al esnobismo,al cinismo mordaz y a la agudeza inteligente que le acompañó toda su vida.

“Vivir es algo demasiado importante, como para hablar seriamente de ello” (El abanico de lady Windermere).

“El público es estupendamente tolerante: perdona todo menos el genio” (El crítico como artista).

“El homicidio siempre es un error. Nunca se debe hacer nada de lo que no se pueda hablar después de la cena” (El retrato de Dorian Gray).

“No deberíamos confiar jamás en una mujer que diga abiertamente su edad. Si está dispuesta a ello está dispuesta a decir cualquier cosa” (Una mujer sin importancia).

“No me gustan los principios, prefiero los prejuicios” (Un marido ideal).

“El primer deber de la vida es el ser lo más artificial posible. Cuál es el segundo, aún nadie lo ha descubierto” (Frases y filosofías para uso de los jóvenes).

“Estoy firmemente convencido de que el futuro de Inglaterra está en la emigración” (El fantasma de Canterville).

 

Oscar Wilde está enterrado desde 1909 en el cementerio parisino de Pére Lachaise.

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