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Veinte mil leguas de viaje submarino

El mítico comienzo de la obra de Julio Verne.

12 de abril de 2024. Estandarte

Qué: El comienzo de Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne.

¿Hablamos de imaginación en la literatura? Hablamos de Julio Verne. Jules Verne, a quien los lectores en español han bautizado —y traducido— como Julio Verne, practicó todos los géneros pero destacó en la narrativa: en este género combinó las aventuras con la fantasía, ejerció como pionero —en cierto modo— de la ciencia ficción, y dejó muchas historias de esas que marcan las primeras lecturas.

1847 es la primera gran fecha en la biografía de Julio Verne. Tiene diecinueve años, acaba de llegar a París para estudiar Derecho, y escribe su primera obra: Alejandro VI, en el género teatral. Un año más tarde conoce a la familia Dumas, acercándose de manera intensa a Alejandro Dumas padre, que acaba de publicar la trilogía de Los tres mosqueteros o El conde Montecristo. Julio Verne tiene claro qué le interesa, la literatura, y qué no le interesa, la abogacía: deja de recibir dinero de su padre y malvive, gastando en libros lo poco que tiene. En esa época escribe relatos y libretos teatrales que publica o estrena gracias a la mediación de Dumas; el escritor también le consigue un trabajo como secretario del Teatro Nacional de parís.

En 1857 se casa con Honorine Deviane Morel, a la que abandona en varias ocasiones, una de ellas en el momento del parto de Michel, el único hijo del matrimonio. Para entonces, Julio Verne ya ha descubierto su otra gran pasión junto a la escritura: los viajes. Estas experiencias le brindan inspiración para uno de proyectos más importantes de su vida: los Viajes extraordinarios, una serie de sesenta libros a lo largo de cuarenta años, que incluye títulos como Cinco semanas en globo (1863), Viaje al centro de la Tierra (1864), De la Tierra a la Luna (1865), Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), La vuelta al mundo en 80 días (1873) o Miguel Strogoff (1876). Los estudiosos distinguen tres etapas en los Viajes extraordinarios: la primera, entre 1862 (Cinco semanas en globo) y 1880 (Los quinientos millones de la Begún); la segunda, entre 1880 (Los quinientos millones de la Begún) y 1905 (La impresionante aventura de la misión Barsac), año de su fallecimiento; y la póstuma, en la que los textos fueron alterados por su hijo Michel.

Julio Verne pudo dedicarse a la escritura a raíz de la publicación de Cinco semanas en globo, en 1863. La revista Magasin d’Éducation et de Récréation le ofreció un contrato de veinte mil francos anuales durante veinte años a cambio de sus obras; ese mismo año viajaría a Estados Unidos para pronunciar diversas conferencias. Continuaría conociendo los lugares sobre escribiría y sobre los que, sorprendentemente, había escrito desde la imaginación: Portugal, España y Marruecos en 1978; Irlanda, Escocia y Noruega en 1880; Inglaterra, el Mar Norte y el Báltico en 1881; la costa gallega, de nuevo, en 1884...

En 1886 fue atacado por su sobrino Gastón, que le disparó a la pierna izquierda. Julio Verne residía para entonces en Amiens, ciudad en la que fue elegido concejal en 1888, y en la que ejercería como tal durante quince años. Allí fallecería el 24 de marzo de 1905, en pleno estallido de una modernidad que anticipó en sus ficciones: la conquista de los polos, la llegada a la Luna, las naves espaciales, los motores eléctricos y de explosión, los gobiernos totalitarios, las armas de destrucción masiva, el ascensor o el helicóptero, ¡o Internet!, son algunos de los hallazgos a los que el hombre llegó después que la imaginación de Julio Verne.

Celebramos a Julio Verne con las primeras líneas de Veinte mil leguas de viaje submarino, en traducción de Antonio Pascual (Debolsillo, 2013):

«El año de 1866 quedó marcado en los anales por un suceso extraño, un fenómeno inexplicado e inexplicable que sin duda no habrá olvidado nadie. El hecho emocionó particularmente a la gente de mar, por no hablar aquí de los rumores que corrieron en las ciudades portuarias y excitaron la imaginación de los de tierra adentro. Los negociantes, armadores, capitanes de barco, patrones y contramaestres de Europa y de América, los oficiales de las marinas de guerra de todos los paí ses y, tras ellos, los gobiernos de los respectivos Estados en los dos continentes, mostraron su viva preocupación por el asunto.

En efecto, desde hacía algún tiempo varios buques venían encontrándose en el mar con «una cosa enorme», un objeto largo, fusiforme, fosforescente a veces, infinitamente mayor y más veloz que una ballena.

Los hechos relativos a estas apariciones, consignados en los diferentes libros de a bordo, concordaban con bastante exactitud respecto de la estructura del objeto o del ser en cuestión, la asombrosa velocidad de sus movimientos, la sorprendente po tencia de su locomoción, la peculiar vida de que parecía do tado. Si se trataba de un cetáceo, su volumen era mucho mayor que el de cualquiera de los clasificados por la ciencia hasta entonces. Ni Cuvier, ni Lacépède, ni los señores Duméril o de Quatrefages hubieran admitido jamás la existencia de semejante monstruo... salvo que lo hubieran visto, lo que se dice visto, con sus mismísimos y doctísimos ojos.

Promediando las observaciones realizadas en ocasiones diversas —y rechazando tanto las evaluaciones tímidas, que atribuían a dicho objeto una longitud de doscientos pies, como las claramente exageradas que le asignaban una milla de anchura por casi tres de longitud—, se podía afirmar, pese a todo, que aquel fenomenal ser rebasaba con mucho todas las dimensiones admitidas hasta la fecha por los ictiólogos... si es que acaso existía, naturalmente.

Pero existía, sin duda; se trataba de un hecho indiscutible. Así, por esa atracción por lo maravilloso que anida en el cerebro de los hombres, fácil es comprender la emoción que causó en todo el mundo aquella aparición sobrenatural. Ni ca bía tampoco la posibilidad de relegarla al orden de la fábula.

Sucedió que el 20 de julio de 1866 el vapor Governor Higgin son, de la Calcutta and Burnach Steam Navigation Company, se encontró con aquella mole moviente a cinco millas al este de las costas de Australia. El capitán Baker creyó inicialmente que tenía frente a sí un escollo desconocido. Se disponía incluso a determinar su posición exacta cuando dos columnas de agua, proyectadas por el inexplicable objeto, se alzaron silbando por el aire hasta una altura de ciento cincuenta pies. Por consiguiente, a menos de admitir que el tal escollo se viera sa cu dido por las expansiones intermitentes de un géiser, el Governor Higginson se las había lisa y llanamente con un mamífero acuático, desconocido hasta el presente, que expulsaba por sus espiráculos columnas de agua mezclada con aire y vapor.

Un hecho semejante fue observado, asimismo, el 23 de julio de ese año, en los mares del Pacífico, por el Cristóbal Colón, de la West India and Pacific Steam Navigation Company. Había que suponer, por consiguiente, que aquel extraordinario cetáceo podía desplazarse de un lugar a otro a una velocidad sorprendente, pues que, con solo tres días de intervalo, el Governor Higginson y el Cristóbal Colón habían registrado su presencia en dos puntos del mapa separados por una distancia de más de setecientas millas marinas.

Quince días después, a más de dos mil leguas de allí, el Helvetia, de la Compagnie Nationale, y el Shannon, del Royal Mail, que navegaban en sentido contrario por la zona del Atlántico comprendida entre Estados Unidos y Europa se ad vertían mutuamente de la presencia del monstruo a los 42° 15’ de latitud norte y 60° 35’ de longitud al oeste del meridiano de Greenwich. En esta observación simultánea se creyó poder evaluar la longitud mínima del mamífero en más de 350 pies ingleses, dado que el Shannon y el Helvetia, pese a medir sus buenos cien metros desde la roda hasta el codas te, parecían menores que él. Ahora bien, las ballenas de mayor tamaño —las que frecuentan la zona de las Aleutianas, el Kulammak y el Umgullick— jamás han excedido una longitud de 56 metros, si acaso han llegado a alcanzarla alguna vez.

La llegada de estos informes uno tras otro, nuevas observaciones realizadas a bordo del transatlántico Le Pereire, un abordaje entre el Etna, de la línea Iseman, y el monstruo, un acta levantada por los oficiales de la fragata francesa Normandie, y un informe particularmente concienzudo obtenido por el Estado Mayor del comodoro Fitz-James, a bordo del Lord Clyde, conmocionaron profundamente a la opinión pública. En los países frívolos se tomó a broma la cosa, pero los serios y prácticos —Inglaterra, Estados Unidos, Alemania— se sintieron vivamente preocupados.

En las grandes ciudades de todo el mundo el monstruo se puso de moda: se le dedicaron canciones en los cafés, la prensa lo cubrió de ridículo, y no faltó quien lo llevara a las tablas de los teatros. Los periodistas se despacharon a gusto. A falta de otros temas, los diarios prestaron sus páginas a todos los seres imaginarios y gigantescos: desde la terrible Moby Dick, la ballena blanca de las regiones hiperbóreas, hasta el descomunal kraken, cuyos tentáculos son capaces de abarcar un casco de quinientas toneladas y hundirlo en los abismos del océano.

Incluso salían a relucir los testimonios más antiguos: las opiniones de Aristóteles y de Plinio, que admitían la existencia de tales mons truos; se recordaban las narraciones noruegas del obispo Pon toppidan, los relatos de Paul Heggede y, cómo no, los informes facilitados por Harrington —de cuya buena fe no puede caber la menor duda— que afirmaba haber visto en 1857, hallándose a bordo del Castillan, aquella enorme serpiente que hasta entonces solo había frecuentado los mares del antiguo Constitutionnel».

Comentarios en estandarte- 1

1 | Juana 28-07-2017 - 14:11:50 h
¡El comienzo de Veinte mil leguas de viaje submarino debería ser declarado patrimonio de la humanidad! Gracias, Julio Verne.