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Biografía de Teresa de Jesús

Una mujer marcada por el misticismo y la actividad.

02 de enero de 2024. Estandarte.com

Qué: Biografía de Teresa de Jesús

Ojos negros, profundos, expresivos, rostro ovalado, frente que se adivina amplia bajo la toca, nariz fina, algo larga y ligeramente inclinada hacia abajo, manos pequeñas, postura recogida… Así la vemos en el retrato que pintó Fray Juan de la Miseria en 1576.

El cuadro que se puede contemplar en el Convento de la Carmelitas Descalzas de Sevilla dio paso a numerosas pinturas, algunas de ellas idealizadas, entre las que no podemos menos que destacar las que nos han llegado de manos de Francisco de Zurbarán  (1598-1664); José de Ribera (1591-1652) o Alonso Cano (1601-1667), Rubens (1577-1640),  retratos a los que se une El éxtasis de Santa Teresa, esa maravillosa escultura obra de Gian Lorenzo Bernini (1598-1680).

Todos ellos reflejan en mayor o menor medida el carácter místico de una mujer que fue una adelantada a su tiempo. Un tiempo en que la cultura, la lectura o la escritura –para ellas– era un privilegio del que solo gozaban unas pocas y donde los conventos jugaban un papel muy destacado.

Teresa Cepeda y de Ahumada, este era su nombre hasta que lo cambió por Teresa de Jesús años después, nació el 28 de marzo de 1515 en Ávila y murió el 15 de octubre de 1582 en Alba de Tormes; fue beatificada en 1614 por Paulo V y canonizada por Gregorio XV en 1622.

Dos fechas que marcaron su vida fueron los años 1534 y 1562 que señalan el ingreso en las Carmelitas de la Encarnación, donde posteriormente tomó los hábitos, y la fundación del primer convento de carmelitas reformadas o descalzas.

A partir de esa segunda fecha creó diecisiete conventos en Castilla y Andalucía. No fue un camino fácil, este afán le costó serios conflictos tanto con las autoridades civiles como con las religiosas, hasta el punto que estuvo confinada en Toledo y sufrió un proceso inquisitorial del que salió libre.

Su carácter, extrovertido, soñador, fuerte, aventurero (los libros de caballería y los romanceros fueron lectura de juventud), eufórico, exaltado, tendente al ascetismo, con periodos de honda tristeza; su capacidad para expresar sus ideas con la pluma y la palabra; una salud frágil con serias recaídas y una vida de trabajo, oración y sacrificios, marcaron su actividad en los conventos y en su obra literaria, hasta el punto de que con ella el misticismo occidental alcanzó su máxima expresión.

Y todo esto precisamente en un momento histórico, el Siglo de Oro, en que las letras españolas brillaban con luz propia con un asombroso y excepcional elenco de escritores en prosa y verso, entre los que recordamos, por pertenecer como ella a la corriente mística, a esas dos grandes figuras que fueron San Juan de la Cruz (1542-1591), poeta místico y cofundador de los Carmelitas descalzos, y Fray Luis de León (1527-1591), poeta, teólogo y humanista que en 1588 editó la obra de esta enorme escritora a la que admiró a pesar de no haberla conocido en persona.

Nos centramos ahora en sus escritos organizados en tres apartados:

Si de prosa hablamos nos encontraremos con El libro de la vida, una autobiografía donde podemos seguir su proceso de ascensión hasta el misticismo; El libro de las fundaciones, escrito a petición del Padre Ripalda (1536-1618) que se concreta en un detallado informe sobre la creación de los diecisiete conventos; El libro de las relaciones, formado por un conjunto de cartas dirigidas a San Pedro de Alcántara (1499-1567) y a varios de sus confesores que la animaron y ayudaron en su trabajo fundacional; y  las Cartas, un total de cuatro mil, dirigidas a sus amigos y protectores: Fray Luis de Granada (1505-1588), San Juan de la Cruz o Felipe II (1527-1598).

Si de obra ascética y mística hablamos tenemos Camino de perfección, escrita a petición de Fray Domingo Báñez (1528-1604) y dedicada a sus monjas a las que quería enseñar que este camino se basa en la humildad, la pobreza, la obediencia, la mortificación y la oración, y Las moradas o El castillo interior, su obra más ambiciosa donde trata de las relaciones entre el alma y Dios. En él describe el alma como un castillo compuesto por siete moradas, donde las tres primeras corresponden a la vida purgativa aquella en la que el alma se desprende de ataduras con un gran esfuerzo interior; las dos siguientes pertenecen a la vía iluminativa, con la que comienza la auténtica vida espiritual; en la sexta el alma ha quedado, así lo escribe, “herida del amor del Señor, donde los placeres son dolores sabrosos” llegándose al “desposorio del alma con Dios”;  y en la séptima se consigue la verdadera unión mística.

En estos textos destaca la plasticidad con que relata sus visiones y momentos de éxtasis, el uso  una prosa de emotiva que tiene en la naturalidad, la viveza  y la simplicidad de formas una poderosa  arma para llegar a todos.

Y si de poética hablamos veremos que, aunque su obra en verso no es muy extensa (canciones, villancicos glosas), está impregnada de sentimientos, de Amor Divino, de fe, y de entrega. La autora se vale de un estilo sencillo, de lenguaje claro, “escribo como hablo” afirma, y acude a símbolos y metáforas para expresar lo que quiere.

Así lo vemos en esta oración que pone toda su esperanza en Dios y anima a no dejarse llevar por las tribulaciones

Nada te turbe;
nada te espante;
Todo se pasa;
Dios no se muda;
la paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene,
nada le falta.
Solo Dios basta.

Gloria a Dios Padre,
gloria a Dios Hijo,
igual por siempre
gloria al Espíritu.
Amén.

 

O este poema que tanto dice de sus anhelos y sus ansias de unión con Dios, donde comprobamos el estilo directo de su escritura, la cadencia de la rima; el ritmo que imprime el verso final de cada estrofa con el uso del que muero porque no muero; el misticismo que impregna el poema, su hondo deseo de morir para vivir.

Vivo sin vivir en mí,
y de tal manera espero,
que muero porque no muero.

Vivo ya fuera de mí
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí;
cuando el corazón le di
puse en él este letrero:
que muero porque no muero.

Esta divina prisión
del amor con que yo vivo
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero
que muero porque no muero.

¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero
que muero porque no muero.

¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor,
no lo es la esperanza larga.
Quíteme Dios esta carga,
más pesada que el acero,
que muero porque no muero.

Sólo en la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo, el vivir
me asegura mi esperanza.
Muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.

Mira que el amor es fuerte,
vida, no me seas molesta;
mira que sólo te resta
para ganarte, perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero,
que muero porque no muero.

Aquella vida de arriba
es la vida verdadera;
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva.
Muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.

Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios, que vive en mí,
si no es el perderte a ti
para mejor a Él gozarle?
quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.

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